Los Empaladores de la Conquista Española en América
El empalamiento fue un tipo de castigo que, sin ser desconocido, no parece que se generalizase tanto como otros en los diversos territorios asaltados en el transcurso de la conquista de las Indias. La sensación es que se utilizó especialmente en las conquistas de Nueva Granada, Venezuela y Chile. Contamos con un testimonio inicial de fray Antonio Antonio de Remesal, quien asevera: que en su ataque contra los alzados indios de Cumaná, el capitán Gonzalo de Ocampo atacó el puerto de Maracapaná en venganza por la muerte de algunos padres dominicos en 1521; tras atrapar a diversos indios, mandó ahorcar «a muchos de los presos de las entenas para que de tierra fuesen vistos». De Ocampo ocupó la localidad, donde «prendió y tomó a muchos, castigándolos conforme a orden de justicia, ahorcando a unos y empalando a otros», mientras los supervivientes eran enviados a La Española como esclavos.[1] Hay algunas evidencias de su utilización durante la conquista de Perú. El cronista Cieza de León refiere cómo en 1538 el capitán Francisco de Chaves guerreaba con su hueste en tierras de los conchucos, que atacaban regularmente la zona de Trujillo, «e hicieron la guerra muy temerosa y espantable, porque algunos españoles dicen que se quemaron y empalaron número grande de indios».[2]
Pero, como hemos dicho antes, fue en territorios como Nueva Granada donde los cronistas presentan numerosos testimonios del uso del empalamiento. La tendencia a organizar nuevas expediciones desde las primeras ciudades fundadas en Nueva Granada se mantendría con fuerza durante las décadas de 1540 y 1550. Con dicha política no solo se buscaba el domeñar las poblaciones originarias y controlar sus territorios y las riquezas que hubiese en ellos, sino también asegurar unas vías de comunicación aún primitivas que permitiesen el contacto con las ciudades de la costa atlántica y con las de otros territorios como Popayán. En grupos muy reducidos de milites hispanos, casi siempre menos de un centenar, diversos capitanes fueron operando y fijando a la población autóctona en nuevos asentamientos. La excusa principal para la invasión de sus tierras siempre fue el carácter caníbal de dichos aborígenes. Así, el capitán Hernando Venegas fundó la ciudad de Tocaima (1546) con sesenta hombres. El capitán Hernández Pedroso operó con setenta hombres más allá de dicha zona en 1549, y entró en la provincia de los Palenques.
En la localidad de Ingrina, la fuerte resistencia hallada se tradujo en la muerte de un español. Como explica en su crónica el padre Aguado, Pedroso preparó una celada exitosa y consiguió aprisionar un buen número de aborígenes:
y porque el nombre de los soldados fuese temido o espantable a estos bárbaros y la muerte del español quedase bien vengada, el caudillo, con severidad de rústico, se puso muy despacio a derramar la sangre de los presos [...] Empaló en el propio lugar algunos indios y a otros cortaba las manos, y atándoselas y colgándoselas al pescuezo los enviaba a que llevasen la nueva de su crueldad a las otras gentes que se habían vuelto huyendo, y algunos otros que fueron los más bien librados, se los llevó consigo para que cargasen las municiones y otras cargas necesarias a la jornada que había que llevarse.[3]
El capitán Pedroso, veterano de Perú, era de la opinión, como tantos otros, de que los indios debían ser totalmente derrotados en un primer encuentro, pues de lo contrario podían mantenerse en guerra hasta el último hombre creyendo en la victoria, de ahí que no dudase en aplicar prácticas aterrorizantes.
En la localidad de Ingrina, la fuerte resistencia hallada se tradujo en la muerte de un español. Como explica en su crónica el padre Aguado, Pedroso preparó una celada exitosa y consiguió aprisionar un buen número de aborígenes:
y porque el nombre de los soldados fuese temido o espantable a estos bárbaros y la muerte del español quedase bien vengada, el caudillo, con severidad de rústico, se puso muy despacio a derramar la sangre de los presos [...] Empaló en el propio lugar algunos indios y a otros cortaba las manos, y atándoselas y colgándoselas al pescuezo los enviaba a que llevasen la nueva de su crueldad a las otras gentes que se habían vuelto huyendo, y algunos otros que fueron los más bien librados, se los llevó consigo para que cargasen las municiones y otras cargas necesarias a la jornada que había que llevarse.[3]
El capitán Pedroso, veterano de Perú, era de la opinión, como tantos otros, de que los indios debían ser totalmente derrotados en un primer encuentro, pues de lo contrario podían mantenerse en guerra hasta el último hombre creyendo en la victoria, de ahí que no dudase en aplicar prácticas aterrorizantes.
Días más tarde, necesitado de indígenas cargadores y comida, asaltó una nueva localidad con treinta y cinco hombres, la mitad de su gente. Los nativos de aquella localidad cercana a Guacota disponían de unos bohíos en los que podían atrincherarse, cerrando sus puertas con gruesos tablones mediante una trampilla, pudiendo flechar al enemigo desde las troneras practicadas en sus alojamientos. Una vez más, la muerte de un soldado enardeció los ánimos, y ante la dificultad por tomar la localidad bohío a bohío, se les pegó fuego. La masacre sobrecogió a los endurecidos soldados; muchos indios, por escapar del fuego, se ahorcaron en el interior de los bohíos, pero las llamas, lógicamente, no respetaron a nadie y se vio arder «no solo a los guerreadores e indios mayores, y mancebos y muchachos, pero a muchas mujeres de todas suertes, con sus criaturas, niños y niñas pequeños, a los pechos, que difuntos como estaban y socarrados de la candela, parecía estar su sangre pidiendo justicia de la injusticia y crueldad que con ellos se había usado». Pero el caso es que se logró el fin esperado:
«Con la fama de esta severidad y crueldad, cobraron tanto temor y miedo los indios comarcanos, que en muchos días no hubo indio que hiciese resistencia ni se pusiese en defensa».[4]
En 1552, Hernández Pedroso protagonizó una nueva entrada en las provincias de Mariquita, Guasquia y Gualí en busca de minas de oro y acabó fundando la población de San Sebastián. Un conato de revuelta se frenó con el ajusticiamiento de cinco caciques —tres fueron ahorcados y dos empalados—, «con cuyas muertes quedaron tan hostigados y escarmentados los demás que nunca tornaron dende en adelante por mucho tiempo a intentar ningunas novedades». Por otro lado, se trataba de ser comedido y selectivo en los castigos «por no derramar mucha sangre de aquellos indios que pretendían y querían conservar para su servicio».[5]
La conducta hispana en la zona condujo a la rebelión general de 1556 de los indios panches de Mariquita, Ibagué y Tocaima, y, ante el riesgo de que los muiscas se les sumaran, la Real Audiencia comisionó al capitán Asensio de Salinas para terminar con dicha rebelión. Uno de sus oficiales, el capitán Beltrán, no dudó en empalar dos jefes de guerra de la localidad de Samana, una muerte «cierto cruelísima e indigna que por mano española se usase. Y con esto puso nuevo terror y espanto en toda esta gente de Çamana y sus comarcas, y dejándolos como suelen decir de paz», es el dictamen del padre Aguado.[6]
«Con la fama de esta severidad y crueldad, cobraron tanto temor y miedo los indios comarcanos, que en muchos días no hubo indio que hiciese resistencia ni se pusiese en defensa».[4]
En 1552, Hernández Pedroso protagonizó una nueva entrada en las provincias de Mariquita, Guasquia y Gualí en busca de minas de oro y acabó fundando la población de San Sebastián. Un conato de revuelta se frenó con el ajusticiamiento de cinco caciques —tres fueron ahorcados y dos empalados—, «con cuyas muertes quedaron tan hostigados y escarmentados los demás que nunca tornaron dende en adelante por mucho tiempo a intentar ningunas novedades». Por otro lado, se trataba de ser comedido y selectivo en los castigos «por no derramar mucha sangre de aquellos indios que pretendían y querían conservar para su servicio».[5]
La conducta hispana en la zona condujo a la rebelión general de 1556 de los indios panches de Mariquita, Ibagué y Tocaima, y, ante el riesgo de que los muiscas se les sumaran, la Real Audiencia comisionó al capitán Asensio de Salinas para terminar con dicha rebelión. Uno de sus oficiales, el capitán Beltrán, no dudó en empalar dos jefes de guerra de la localidad de Samana, una muerte «cierto cruelísima e indigna que por mano española se usase. Y con esto puso nuevo terror y espanto en toda esta gente de Çamana y sus comarcas, y dejándolos como suelen decir de paz», es el dictamen del padre Aguado.[6]
Las crueldades no terminaron en Nueva Granada con la conclusión de la rebelión iniciada entre los panches en 1556. El capitán Juan Rodríguez Juárez, quien pobló la ciudad de Mérida en 1558, se distinguió por su crueldad, pero el problema no acababa aquí; como muy bien se percató el padre Aguado, en poco tiempo sus oficiales ya habían sido «prevenidos a que fuesen imitadores de su crueldad; porque uno de los mayores defectos que este capitán tenía era ser cruel con los indios, y así no había soldado entre los que en su compañía llevaba que no le imitase por contentarle y aplacerle, porque daba a entender que lo principal de la soldadesca era la crueldad, y así paró en lo que paró, que fue morir muchos indios». Cierta vez que unos indios les estorbaban con el suministro de agua, Rodríguez construyó una pequeña presa en el río con los cuerpos de los aborígenes caídos en combate. En otra ocasión tomaron una población al asalto, y pasaron a cuchillo a todos sus vecinos. El dantesco espectáculo cuando clareó el día solo sirvió para que cada soldado se jactase aún más de su hazaña particular. Uno de sus oficiales probó el filo de su espada cortando sucesivamente los dos brazos de un indígena de un solo tajo. También recurrió al empalamiento el capitán Rodríguez, según señala una vez más horrorizado el padre Aguado.[7] Habitualmente, autores como este último, fray Pedro Simón o Fernández de Piedrahita explican a continuación de todos estos horrores que sus causantes sufrieron el castigo divino de muy diversas maneras, porque solo consignar en su relato los fríos hechos, y ya era todo un mérito, debía parecerles insufrible. Como criticaba el padre Aguado, corregidores y jueces enviados por las audiencias a investigar estos delitos se limitan a cobrar sus salarios, mientras que los propios oidores de las audiencias «muchas veces disimulan con semejantes crueldades, porque del quererlas castigar con rigor no nazcan cosas más escandalosas y peligrosas, por la mucha libertad de que suelen usar los españoles en las Indias».[8]
Tampoco escaparían de la crueldad hispana los indios colimas cuando fueron atacados por un alcalde de la ciudad de Mariquita, don Antonio Toledo, en 1560. Toledo llevó consigo cuarenta soldados hispanos —ochenta hombres, perros y caballos, según Fernández de Piedrahita— y trescientos indios auxiliares. Tras fundar la ciudad de La Palma, don Antonio fue a pleitear con la Real Audiencia por haber poblado una villa sin licencia, mientras sus oficiales procuraban permanecer en el territorio. Los intentos de los colimas por expulsarlos fueron exitosos, de ahí que Toledo hubiese de regresar con otros cincuenta soldados. Uno de los capitanes, Hernández Higuera, comenzó a operar con treinta y tres hombres. En la localidad de Viripi, una treintena de nativos se acercaron a las tropas hispanas al ser requeridos; entonces, el capitán Hernández dio orden de matarlos a sangre fría, «para con este cruel hecho entrar poniendo terror y temor en los demás naturales». En Itoco, después de contactar con un número mayor de aborígenes, se les demandó el envío de alimentos, pero Hernández, con o sin motivo, receló de ellos: cuando regresaron regresaron con varias cargas de leña, las tropas hispanas, advertidas, «los pasaron todos a cuchillo». Como denunciaba el padre Aguado:
«Señaláronse con sus brazos muchos soldados en este triste espectáculo, que como a su salvo herían, acontecíales cortar el indio por los muslos y alcanzar a otro por las piernas, cortar cabezas, pies y manos de un golpe o revés, cada una cosa de estas con mucha facilidad; y la verdad es que, como los indios estaban desnudos y no tenía el espada, ropa ni otras armas en que embarazarse, que En otra ocasión, el capitán Hernández mandó empalar a un indígena que a través de los intérpretes se atrevió a augurar una guerra a sangre y fuego contra los españoles y su destrucción total. «Pero Hernández, viéndolo estar tan obstinado en su libre hablar, porque los demás indios no creyesen ser todo verdad lo que este indio decía, y porque algunos de ellos daban muestras de tenerle y haber miedo de él, lo mandó empalar metiéndole un agudo palo por el sieso, muerte cruelísima, y que entre cristianos no se debía de usar por no imitar en ella la crueldad de los turcos, que primero la inventaron», dice el padre Aguado.
Poco después, Hernández Higuera murió de un flechazo envenenado. Sus compañeros lo enterraron en secreto, pero su tumba fue hallada por los colimas, quienes continuaron sus ataques con la cabeza de Hernández adornando una de sus lanzas. Solo en 1565 comenzó a declinar la resistencia de los colimas.[9]
En el caso de Venezuela, también en un contexto de rebeliones aborígenes tras la fase inicial de la conquista, se recurrió a tan tremendo método de ajusticiamiento. En 1554 el licenciado Alonso Arias de Villacinda, gobernador de Venezuela, nombró al capitán Diego de Montes para acabar con los sublevados jiraharas de Nueva Segovia. Al mando de cuarenta hombres, Montes fue «[...] ahorcando y empalando en el camino cuantos indios pudo coger de los rebeldes, así por vengar las muertes, que habían hecho en algunos españoles, como por atemorizar el país con el rigor, para que a vista del castigo pudiese tener lugar el escarmiento», explica el cronista José de Oviedo y Baños.[10]
Habiéndose alzado los indios caracas en 1565, el capitán Diego de Losada luchó contra ellos desde 1566. Como solió ocurrir en tantos casos, la traición de un supuesto aliado, el cacique de los teques Anequemocane, acabó con el uso del terror: Losada preparó una emboscada en la que cayeron ocho teques. Al menos en aquella ocasión, una vez fueron muertos, sus cuerpos fueron empalados en el lugar «para escarmiento y terror de los demás», revela Oviedo y Baños. Pero en 1569 la sospecha de que los mariches estaban organizando un levantamiento tomó tal fuerza, aunque nunca se demostró nada concreto, escribe también Oviedo y Baños, que Losada ordenó a los alcaldes ordinarios de Caracas que investigasen judicialmente el asunto. Hallándoseles culpables, veintitrés caciques fueron condenados a muerte y entregados a los indios auxiliares y de servicio para que los ejecutasen como quisiesen —«cuya ejecución corrió por tan cuenta de la crueldad, que parece que en este caso se olvidaron nuestros españoles de las obligaciones de católicos y de los sentimientos humanos»—; aquellos decidieron empalarlos, usando el cronista de toda la capacidad de su pluma para hacer una dramática y terrible descripción:
Y ellos, como bárbaros vengativos y crueles, intentaron un género de muerte tan atroz, que sólo pudiera su brutalidad haberla discurrido, pues metiéndoles por las partes inferiores maderos gruesos, con puntas muy agudas, partiéndoles los intestinos y atravesándoles las entrañas, se los sacaban por el cerebro: martirio que sin mostrar flaqueza alguna en el ánimo, sufrieron con gran valor y tolerancia, clamando al cielo volviese por la inocencia de su causa, pues no había dado motivo la sinceridad de su proceder para pasar por el tormento de suplicio tan horrible.
Poco después, Hernández Higuera murió de un flechazo envenenado. Sus compañeros lo enterraron en secreto, pero su tumba fue hallada por los colimas, quienes continuaron sus ataques con la cabeza de Hernández adornando una de sus lanzas. Solo en 1565 comenzó a declinar la resistencia de los colimas.[9]
En el caso de Venezuela, también en un contexto de rebeliones aborígenes tras la fase inicial de la conquista, se recurrió a tan tremendo método de ajusticiamiento. En 1554 el licenciado Alonso Arias de Villacinda, gobernador de Venezuela, nombró al capitán Diego de Montes para acabar con los sublevados jiraharas de Nueva Segovia. Al mando de cuarenta hombres, Montes fue «[...] ahorcando y empalando en el camino cuantos indios pudo coger de los rebeldes, así por vengar las muertes, que habían hecho en algunos españoles, como por atemorizar el país con el rigor, para que a vista del castigo pudiese tener lugar el escarmiento», explica el cronista José de Oviedo y Baños.[10]
Habiéndose alzado los indios caracas en 1565, el capitán Diego de Losada luchó contra ellos desde 1566. Como solió ocurrir en tantos casos, la traición de un supuesto aliado, el cacique de los teques Anequemocane, acabó con el uso del terror: Losada preparó una emboscada en la que cayeron ocho teques. Al menos en aquella ocasión, una vez fueron muertos, sus cuerpos fueron empalados en el lugar «para escarmiento y terror de los demás», revela Oviedo y Baños. Pero en 1569 la sospecha de que los mariches estaban organizando un levantamiento tomó tal fuerza, aunque nunca se demostró nada concreto, escribe también Oviedo y Baños, que Losada ordenó a los alcaldes ordinarios de Caracas que investigasen judicialmente el asunto. Hallándoseles culpables, veintitrés caciques fueron condenados a muerte y entregados a los indios auxiliares y de servicio para que los ejecutasen como quisiesen —«cuya ejecución corrió por tan cuenta de la crueldad, que parece que en este caso se olvidaron nuestros españoles de las obligaciones de católicos y de los sentimientos humanos»—; aquellos decidieron empalarlos, usando el cronista de toda la capacidad de su pluma para hacer una dramática y terrible descripción:
Y ellos, como bárbaros vengativos y crueles, intentaron un género de muerte tan atroz, que sólo pudiera su brutalidad haberla discurrido, pues metiéndoles por las partes inferiores maderos gruesos, con puntas muy agudas, partiéndoles los intestinos y atravesándoles las entrañas, se los sacaban por el cerebro: martirio que sin mostrar flaqueza alguna en el ánimo, sufrieron con gran valor y tolerancia, clamando al cielo volviese por la inocencia de su causa, pues no había dado motivo la sinceridad de su proceder para pasar por el tormento de suplicio tan horrible.
Como suele ocurrir en estos casos en muchos cronistas, a una crueldad injustificada le sigue el castigo de sus promotores: Losada, muy criticado por el reparto que hizo de las encomiendas, fue depuesto de su cargo por el gobernador Ponce de León, quien atendió algunas críticas contra él; regresado a sus posesiones de Tocuyo, al poco murió Losada despechado. El mismo final que, pocos meses más tarde, tuvo el propio gobernador, muerto de disentería.[11]
Todavía en 1577, el capitán Garci-González de Silva fue comisionado para castigar a los indios caribes, famosos caníbales, que, en la zona del Orinoco, molestaban los contornos de la ciudad de Valencia. Con treinta caballos y nativos auxiliares de su confianza, De Silva atacó con ferocidad a los caribes en vista de sus fechorías y logró atrapar veintiséis prisioneros a los que mandó empalar para escarmiento de los demás.[12]
En Chile la dureza de la guerra contra los indios reches llevó a un uso recurrente del empalamiento.[13] Ya en su expedición al territorio de 1535-1537, Diego de Almagro lo puso en práctica: en la provincia de Chihuana, después de sufrir los robos de algunos soldados, los caciques de la zona se levantaron en armas, y el adelantado Almagro, tras ponerlos en fuga, pero sin derrotarlos, ordenó empalar a la vista de todo el ejército a algunos indios prisioneros.[14] A pesar de este precedente, el cronista Jerónimo de Vivar otorga a los aborígenes del valle de Copiapó el dudoso mérito de haber comenzado a empalar a sus enemigos —en un momento dado de su crónica habla de cadáveres de españoles hechos cuartos y empalados, y en otra ocasión de españoles empalados—.[15] También Pedro Mariño de Lobera planteó un panorama terrible de las crueldades de los indios alzados en su ataque a la ciudad de La Serena en 1548:
Habiendo pasado la noche en que hicieron este estrago y llegando el día que lo descubrió claramente, juntaron los bárbaros algunos españoles que habían tomado vivos y los niños pequeñitos con sus madres y las demás mujeres y a todos los despedazaron rabiosamente con grandísima crueldad, como si fueran tigres o leones. A las criaturas las mataban dando con ellas en la pared; a las madres, con otros tormentos más intensos, y a los hombres, empalándolos vivos, y era tan desaforada su saña, que porque no quedase rastro de los cristianos mataban con extraordinario modo a los perros, gatos, gallinas y semejantes animales que habían metido los cristianos en el reino; finalmente, hasta las camas en que dormían las quemaron todas haciendo pedazos la yacija, y luego pusieron fuego por todas partes a la ciudad, y no pararon hasta que no quedó rastro della.[16]
A partir de entonces, los diversos cronistas comienzan a explicitar los, según ellos, necesarios castigos aterrorizantes por hacer frente a un enemigo tan difícil y resuelto. En 1558 el gobernador García Hurtado de Mendoza lanzó su campaña contra el sublevado cacique Caupolicán en los valles de Arauco y Tucapel, y cuando el guerrero indio fue tomado prisionero, según el testimonio de Jerónimo de Vivar, fue empalado; según Mariño de Lobera se le ajustició «para poner temor a todo el reino», pero no da más detalles. Góngora Marmolejo, tampoco. Jerónimo de Quiroga no solo habla del empalamiento, sino que treinta indígenas flecheros dispararon sus saetas tres veces a su cuerpo, no dejando parte alguna sin herida. «Y yo admiré de oír que otros capitanes a quienes conocí cuando vine a este ejército habían repetido, imitando otros muchos, semejantes modos de empalar vivos a los indios prisioneros, no uno a uno, sino en grande número». El resultado, por cierto, no fue el esperado, sino que los indios se retiraron «llenos de ira, y mortal rabia, prometiendo vengarse eternamente». Además, previamente otros doce caciques fueron atados a la boca de las artillerías y despedazados tras el consiguiente disparo. El padre Rosales es quien asegura que, tras convertirse al cristianismo, a Caupolicán se le dio garrote y luego los nativos aliados le dispararon algunas flechas al corazón.[17]
En 1577 y 1578, el gobernador Rodrigo de Quiroga, que había recibido refuerzos de Perú, ordenó a sus capitanes incrementar las operaciones más allá del río Biobío contra los indios alzados con el propósito de acabar con su resistencia. Uno de dichos capitanes, Juan Álvarez de Luna, operaba con noventa hombres en el valle de Llangague, donde les iba destruyendo «las haciendas y empalando a los que topaban descuidados», señala Mariño de Lobera. Otro capitán, Gaspar Viera, que defendía el entorno de Villarrica en 1579, «no dudó en empalar a algunos de los indios prisioneros que hizo para escarmiento». El caso es que cronistas como Mariño de Lobera se decantan a menudo por dejar de especificar el método de ajusticiamiento, que sustituyen por la fórmula «terribles castigos» que, creemos, reservan para métodos especialmente crueles como el empalamiento; por ejemplo, de nuevo el capitán Álvarez de Luna, en su defensa de Villarrica en 1580, tras causarle al contrario ochocientas bajas, «no contento con esto el maestre de campo [Juan Álvarez de Luna] procedió adelante corriendo la tierra y haciendo terribles castigos en toda ella hasta haber pasado el río grande del Pasaje». En otra ocasión, el capitán Juan de Matienzo rechazó un ataque en la provincia de Ranco; tras perseguir la partida agresora, «cogió algunos de ellos en quien hizo ejemplares castigos».[18] Después, los cronistas dejan de mencionar este tipo de castigo tan sumamente terrible.
[1] Antonio de Remesal. Historia de la Provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala. (1964, I: pag. 174-175).
[2] Cieza de León. Crónicas del Peru. (2005: 221).
[3] Aguado (1956-1957, I: lib. VIII, caps. II-IV).
[4] Ibidem.
[5] Aguado (1956-1957, I: lib. VIII, cap. XIII).
[6] Aguado (1956-1957, I: lib. X, caps. I-VII). Sobre la rebelión de 1556, Friede (1963: 71-87).
[7] Aguado (1956-1957, I: lib. XI, caps. VII-VIII).
[8] Aguado (1956-1957, I: lib. XIII, cap. VIII y lib. XIV, cap. IX).
[9] Aguado (1956-1957, I: lib. XV, caps. I-XVI). Véase también Fernández de Piedrahita (1881, I: lib. XII, cap. VII).
[10] Oviedo y Baños (2004: 165).
[11] Oviedo y Baños (2004: 279-334). Sobre Losada y sus capitanes, véase Vázquez de Espinosa (1992, I: 164-168).
[12] Oviedo y Baños (2004: 393-395).
[13] Sobre el término reche, preferible al de araucano o mapuche, véase Boccara (1996: 659-695).
[14] Mariño de Lobera (1960, I: cap. II).
[15] Vivar (1966: cap. LXXXIV).
[16] Mariño de Lobera (1960, I: cap. XVII).
[17] Vivar (1966: cap. CXXXVI). Mariño de Lobera (1960, II: cap. XI). Góngora Marmolejo (1960: caps. XXVII-XXVIII). Quiroga (1979: 148-158). Rosales (1877, II: 82-85).
[18] Mariño de Lobera (1960, III: caps. VI-XXI.)