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domingo, 17 de noviembre de 2019


Algunos datos históricos de D. Bartolomé José Gallardo Blanco, en relación con sus diferentes puestos de trabajo.



Para conocer la mayoría de los datos biográficos de D. Bartolomé José Gallardo, vamos a utilizar su expediente de clasificación de jubilación formalizado con fecha 5 de junio del año 1841. En los documentos aparecen su partida de nacimiento y todos los lugares por los que ha pasado trabajando en favor de su país, siendo el mismo Bartolomé quién nos cuente los años que ha estado prestando su servicio al pueblo español, y por ello, exigir su retiro o jubilación. Su partida de nacimiento dice así.

“D. Andrés Conde, cura Rector de la única Parroquia Iglesia de Nuestra Señora de la Asunción de esta villa de Campanario, certifico en cuanto puedo y el Derecho me permite.

Que en su archivo se halla un libro forrado en pergamino y foliado, que su asiento es de Bautizados y que tuvo principio en el año de mil setecientos setenta y cinco y concluye en el de mil setecientos ochenta y dos, en el que al folio treinta y uno vuelto la primera partida dice así.

Partida. En la Parroquial de la villa de Campanario, en diez y siete día del mes de agosto, año de mil setecientos setenta y seis, yo D. Bartolomé de Soto Rebollo, teniente de cura de dicha parroquial, bauticé a Bartolomé José, hijo legítimo de María Lucía Blanco y de Juan Gallardo, sus padres; que nació el día trece de dicho mes y año. Fue su madrina D. Leonor Manuela González de Mendoza: todos vecinos y naturales de esta dicha villa, advirtiéndosele el parentesco espiritual. Y lo firme: Bartolomé de Soto Rebollo.

Así consta, y parece de dicho libro, folio y partida, a que me remito; y para que obre los efectos que haya lugar en derecho, doy la presente que a petición de parte firmo en la villa de Campanario a veintiséis de agosto de mil ochocientos cuarenta. Andrés Conde”.[1]

Los siguientes en constatar su originalidad serán los escribanos públicos de Campanario quienes expresarán lo siguiente sobre dicho documento.

Los infrascritos Escribanos Públicos de S. M. la Reina Nuestra Señora y del número de esta villa de Campanario nuestra vecindad.

Damos fe: que D. Andrés Conde, Presbítero, y por quién va dada la certificación anterior, es tal cura propio de la única Parroquial Iglesia de esta villa según y como en ella se titula. Que la firma y rúbrica que la autoriza es al parecer de su puño y letra, y que es la misma que acostumbra en todos sus escritos, a los cuales siempre se les ha dado entera fe y crédito, así en juicio como fuera de el. Y para los efectos convenientes y a petición de parte, colocamos la presente que signamos y firmamos en expresada villa de Campanario 25 de agosto de 1840. Firmado Ramón Molina. Francisco Fernández Gallardo.[2]

Con fecha 16 de marzo de 1841, Gallardo, ya con 65 años, escribe una carta al Sr. Presidente e individuos de la Junta de Clasificación de Empleados Civiles, en la misma, el bibliotecario de las Cortes de Cádiz va hacer su particular currículo sobre sus años trabajados, exponiendo lo siguiente.

Excelentísimo Sr. presidente e individuos de la Junta de Clasificación de Empleados Civiles.

D. Bartolomé José Gallardo, Bibliotecario cesante por su presión de la Nacional Española de Cortes, deseando obtener mí clasificación para obstar  a la cesantía que me corresponde por mis años de servicio y con arreglo a la ley de presupuestos  vigentes, a V. E. con la consideración debida hago presente: que empecé la carrera de mis servicios a la Patria con empleo de nombramiento Real en plaza de la Contaduría de propios de Salamanca, que serví hasta que obtenida por oposición el año 1800 una Cátedra en la Real Casa para las enseñanzas de los pajes de S. M., vine a Madrid con ese nuevo destino. Estando en la Corte desempeñe mi trabajo con honor hasta el memorable día 2 de mayo, en el ejercí que declarada con un acto atroz de perfidia que escandalizó al mundo, la tiranía francesa me sustrajo a su yugo y pasé a Extremadura mí Patria a ofrecerla mis servicios.

Allí los continué siendo empleado oficial y oficiosamente en objetos patrióticos hasta la batalla de Medellín, en que estuve a punto de perecer en desempeño de una arriesgadísima comisión de alarma de la Junta de Provincia.

Últimamente convocadas las Cortes (para cuya convocación tuve la honra de ser uno de los que más trabajaron en Sevilla, Cádiz y San Fernando), en aquella Isla fui nombrado Bibliotecario de las Cortes el 24 de enero de 1811: destino que serví hasta la destrucción de las Cortes por el despotismo en el año de 1814, en el cual pasé a Inglaterra, donde permanecí hasta que restablecidas en 1820 fui llamado a continuar mis servicios reorganizando la Biblioteca. La supresión de estas. por las fuerzas violentas que abolió las Cortes y el sistema Constitucional del año 1823, me despojó por segunda vez de mí destino, y siendo restablecida de nuevo la Constitución de 1812, fui reintegrado por Real Orden de 12 de octubre de 1836, donde ejercí y desempeñe mi trabajo hasta la supresión de la Biblioteca por ley de 21 de mayo de 1838.

Como para el objeto de esta relación no necesito probar documentalmente todos sus extremos, me limito por ahora a las que bastan para mí cesantía pagadera, en justificación de las cuales, presento (con calidad de devolución) los documentos siguientes.

-La de bautismo.

- Informe de la Contaduría de propios de Salamanca.

- El impreso de Biblioteca Nacional de Cortes con las referencias al diario de las mismas, únicos documentos que restan.

- Real Orden para mí última rehabilitación de Bibliotecario.
- El cese de la pagaduría de Cortes.

En cuya vista Suplico a V. E.:  se sirva clasificar mis servicios declarándome en ley de equidad los años de abono para la cesantía de la mitad del sueldo que disfrutaba.
Madrid 13 de marzo de 1841.  Firmado. B. J. Gallardo.[3]

La misma Comisión encargada de valorar la pensión del erudito de Campanario, va a presentar, los distintos trabajos realizados y el tiempo que el trabajador a estado al frente de ellos, mandando el expediente al ministro de la gobernación para su visto bueno.

Don Bartolomé José Gallardo bibliotecario cesante de la Nacional Española de Cortes, ha solicitado su clasificación a la que se ha procedido por la sección en los términos siguientes.

Servicio según hoja……………….27 años y 19 días.

Sueldo del destino………..............15.000 reales

Sueldo por clasificación, mitad….7500 reales.

Si la Junta lo estima podía remitirse a la aprobación de la Regencia Provisional del Reino. Madrid 30 de abril de 1841. Firmado. Francisco de Vargas[4]


Carta al ministro de la gobernación, 1 de mayo de 1841

Con el acuerdo de esta Junta tengo el honor de remitir a V. E., la adjunta hoja formada sobre la clasificación hecha a D. Bartolomé José Gallardo, bibliotecario cesante de la Nacional Española de Cortes hoy suprimida, por la que se le reconoce 27 años y 19 días de servicio, y por ello, el haber anual de 7500 reales, mitad del que dispuso en activo; a fin de que si V. E. lo tiene a bien, se sirva elevarlo a la aprobación de la Regencia Provisional del Reino, y si la mereciese, espero tenga la bondad de comunicármelo con devolución del expediente para los fines consiguiente.[5]

La carta del Ministro de Gobernación llegará hasta la Comisión General de Clasificaciones de Empleos Civiles, la cual ordenará por año, los distintos servicios prestados por Gallardo Blanco.

Comisión General de Clasificaciones de Empleos Civiles

Hoja de servicios de D. Bartolomé José Gallardo, bibliotecario cesante de la Nacional Española de Cortes, natural de Campanario, de 64 años de edad.

Destinos que ha servido.

1-El 18 de febrero de 1804 por Real orden oficial de la Contaduría de propios de Salamanca y según el informe dado por la Sección de Contabilidad de la Diputación Provincial, D. Bartolomé José Gallardo trabajó en dicha Diputación durante 1 año 10 meses y 13 días.

2-El 1 de enero de 1806, fue nombrado por S. M. para regentar la Cátedra de idioma francés de la Real casa de pajes en la que estuvo al frente durante 2 años 4 meses y 1 día.

3- El 2 de mayo de 1808 y con motivo de la entrada de los franceses en Madrid, pasó a Extremadura, donde el interesado prestó grandes servicios a la Patria y contribuyó para la convocación de las Cortes, y reunidas, estuvo al frente 2 años 8 meses y 22 días.

4- El 24 de enero de 1811, fue nombrado por el Congreso en la fecha del margen como bibliotecario de las Cortes, estando al frente de dicho servicio, 3 años 3 meses y 18 días.

5-El 12 de mayo de 1814, cesó con motivo de la extinción de las Cortes y estuvo en Inglaterra 5 años, 9 mese y 25 días.

6-El 7 de marzo de 1820 fue restablecida de nuevo volviendo a su destino que desempeñó durante 5 años 9 meses y 25 días.

7-El 1 de octubre de 1823 cesó como bibliotecario por virtud del Real Decreto de esta fecha, y como comprendido en la segunda parte del artículo 19 de la ley de presupuestos, se le abona por entero hasta 11 años y 3 meses.

8-El 1 de enero de 1835, ídem por mitad como cesante hasta 1 de junio del mismo año 11 años 2 meses y 15 días.

9- El 12 de octubre de 1836, repuesto en su destino por Real Orden, sirvió hasta 1 año 7 meses y 10 días teniendo de sueldo 1500 reales.

10-El 21 de mayo de 1838 año en que se suprimió la Biblioteca, D. Bartolomé José Gallardo tenía un total de servicios prestados de 32 años 8 meses y 8 días.

Deducciones.

Por la época del intruso desde el 2 de mayo de 1808 hasta el 24 de enero de 1811, se le deducen 2 años 8 meses y 22 días.
Por mitad del tiempo de cesantía desde el año 1814 hasta 1820, se le deducen 2 años diez meses y 27 días, sumando un total de tiempo no prestado de servicio de 5 años 7 meses y 19 días. Siendo el tiempo de abono de 27 años 7 meses y 19 días.

Madrid 30 de abril de 1841.[6]

Una vez presentados por Gallardo todos los documentos necesarios para la obtención de su jubilación, la misma le vendrá aprobada con fecha 5 de junio de 1841 por D. José López García, diciendo lo siguiente.

D. José López García del Consejo de S. M., su Secretario Honorario, Comendador de la Orden Americana de Isabel la Católica, Intendente Efectivo de Provincia, Socio de Número de las de Amigos del País de Córdoba, Málaga y Secretario en Comisión con voto de la Junta de Calificación de Derechos de los Empleados Civiles.

Certifico: que examinados por dicha Junta los documentos justificativos presentados por D. Bartolomé José Gallardo, bibliotecario cesante de la Nacional Española de Cortes para la calificación del sueldo que debiese gozar al respecto de sus años de servicio, conforme a la ley de Presupuestos de 26 de mayo de 1835 y Real Decreto de 14 de octubre de 1836, le encuentro con derecho al abono hasta 21 de mayo de 1838, de 22 años 10 meses y 5 días, y el sueldo anual de 7500 reales vellón que es mitad del que disfrutó en el expresado destino; cuya calificación ha sido aprobada por Real orden de 30 de mayo último y entendiéndose sujeto a lo que se determine en lo sucesivo sobre clases pasivas.

En su virtud y de acuerdo de la Junta, expido la presente Certificación que firmo en Madrid a 5 de junio de 1841.[7]

Pero amén de estos documentos que nos cercioran de algunos aspectos de nuestro protagonista, no es menos cierto, que su vida fue mucho más intensa en otros campos como el literario. No voy a nombrar sus obras, pero sí remitiré a los interesados en ellas, que oteen los trabajos de, Sainz Rodríguez, Manuel Pecellín Lancharro, Rodríguez Moñino, Delgado Casado, Pérez Vidal, José Marqués Merchán y otros tantos, que se han preocupado de ir dando a conocer las entrañas literarias del autor.

Aportada esta pequeña realidad histórica de Gallardo y teniendo presente que su vida fue mucho más potente y penetrante, vayamos a conocer el cuerpo de su Causa de Estado, sus protagonistas, delaciones e interrogatorios, que nos pondrán sobre la pista de sus vínculos directos con algunos personajes cercanos al condenado, y sobre todo, la consolidada y arraigada influencia de sus ideas en tierras de la Serena, Extremadura y España.

Al estar D. Bartolomé fugado y por ello no poder enjuiciarle, la Comisión de Causas buscará testigos en Campanario y alrededores que pondrán de manifiesto su verdad. Pero sobre todo conoceremos, como la Causa de Estado del bibliotecario de Cortes se volverá contra su propio hermano, José Antonio Gallardo, por su más que manifiesta (según los testigos) perseverancia y lucha en favor de los ideales constitucionales. Abramos las puertas de la libertad en este trabajo y demos paso libre a los documentos para que estos nos vayan contando el desarrollo de dicha sumaria, de cuya información comprobaremos y verificaremos en años de incertidumbres políticas, las tensiones y divisiones ideológicas que se desarrollaban a principios del siglo XIX en tierras de Extremadura.
Pero esto queridos amigos: lo daremos a conocer en nuestro siguiente artículo.


[1] AHN. FC-Ministerio de Hacienda. Legajo 1622, exp. 12.
[2] Ibíd.
[3] Ibíd.
[4] Ibíd.
[5] Ibíd.
[6] Ibíd.
[7] Ibíd.

miércoles, 6 de noviembre de 2019


Un Cervantista Quemado por la Inquisición





Signatura: Archivo da Torre do Tombo de Lisboa (Portugal), Legajo 8027-1


Con grandísima concurrencia de público de todas las clases sociales, y con extraordinaria animación, se representaba en el teatro do Barrio alto de Lisboa, en la tarde del día 14 de octubre del año 1733, una comedia titulada Vida do grande Don Quijote y del gordo Sancho Panza.

La platea, que hoy llamamos patio, no podía contener el inmenso número de espectadores que en ella se apiñaban; los aposentos estaban llenos de damas y señores de la primera nobleza de la corte; y hasta en los llamados camarotes dos frades, se notaban, a través de las espesas celosías que los disimulaban, las venerables cabezas de los reverendos padres de todas las órdenes religiosas, sin exceptuar a los señores inquisidores, que muy de propósito y en gran número, concurrían siempre a las primeras representaciones, llenando el aposento que para ellos estaba reservado.

Importa y mucho a los lectores españoles, conocer los pormenores de aquella fiesta escénica, porque la obra era tributo de admiración al mayor ingenio de España, al desventurado é inmortal autor de El Ingenioso Hidalgo; y también porque la vida del desdichado poeta de aquella obra dramática es verdaderamente interesante, y además casi desconocida en nuestra historia literaria.

Representaba una compañía que había recibido lecciones y ejemplo del célebre español Antonio Rodríguez, que de Madrid pasó a Lisboa, donde colmado de aplausos vio correr los últimos años de su dilatada existencia, dejando muchos y buenos discípulos.
La comedia estaba discretamente escrita en lo general, graciosa y ligeramente dialogada, y sostenía el interés de los espectadores, tanto por la variedad incesante de las escenas, que conservaban mucha de la gracia del original, como por los chistes de que estaba salpicada la obra, y que, sin ser áticos ni mucho menos, llenaban las medidas del gusto del auditorio, acostumbrado a obras muy escasas de mérito y de gracia. En los bancos primeros, cercanos al proscenio, se veía á casi todos los poetas portugueses de aquel tiempo; medianos algunos, malos, detestables en su mayor número, que acudían á escuchar la nueva producción dramática de un rival favorecido, con disposiciones de ánimo poco benévolas en verdad.

Los aplausos despertaron la emulación de aquellos escritores; el entusiasmo del público la convirtió en envidia; un suceso, puramente casual, vino a trocar aquellas malas pasiones en abierta enemistad y malquerencia.

Después de una escena originalísima, en la que Don Quijote imagina que los encantadores que le persiguen han mudado a su Dulcinea, transformándola en la figura de Sancho Panza, escena que fue calurosamente aplaudida, a pesar de su equívoca moralidad y subido color, Caliope, descendiendo de una nube, arrebató en ella a Don Quijote y a Sancho para llevarlos en socorro del Numen Deifico. Se mudó el teatro en el Monte-Parnaso, y apareció el Dios Apolo rodeado de un enjambre de malos poetas, con los que reñía porfiada batalla. Y de allí fue Troya.

………………………………………………………………………………………

—Esperad, bastardos hijos, exclamaba Apolo, que presto vendrá quien sepa vengarme de vuestras injurias.

— Ya no te reconocemos por Dios de la poesía, señor Apolo, gritaban a su vez los poetas, pues cualquiera de nosotros es un Apolo, y cada idea nuestra una nueva Musa.

APOLO. — ¿Así os atrevéis á profanar el decoro que se debe  a mis apolíneos rayos?

POETAS. — Toquemos a embestir el Parnaso. (Caen de una nube Don Quijote, Sancho y Caliope.)

APOLO. — En hora buena vengas, valiente Don Quijote, que sólo tu espada puede asegurarme en el trono y conservar mis laureles. Ven, ven a vengarme de estos poetastros, que sin más armas que su presunción, quieren, no tan sólo emular mi plectro, sino despojarme del Parnaso; y como son las armas y las letras tán fidelísimas compañeras, quiero valerme de tus armas para restauración de mi ciencia; y como esta violencia que se me hace no desdice de las empresas de tus caballerías, te ruego y llamo para que me acorras.

DON OUIJOTE. — Señor Apolo, yo tomo sobre mí su desagravio, y ya desde ahora puede sentarse tranquilo en su trono, que nadie será osado a tocarle.

SANCHO. — Señor Don Quijote, yo cuido que estoy soñando. Que entre Vm. en el Parnaso no es extraño, porque es algo loco y locos aquí vienen; pero que yo siendo un ignorante esté también a su lado, es lo que me admira; y de ello vengo a concluir que no hay bolonio que no se cuele hoy día en el Parnaso.

DON QUIJOTE. — Y dígame por su vida, señor Apolo, ¿cómo se llaman esos poetas que de tal manera os persiguen?

APOLO. — Pues esa es la desgracia, amigo Don Quijote, que los poetas que me afligen no son de nombre, y con todo cada uno se cree que tiene más que yo mismo.

DON QUIJOTE. — Decidme, poetas de aguachirle; decidme, ranas que graznáis en el charco de Catalina; decidme, cisnes contrahechos, que os zambullís en el lodo de Hipocrene, ¿con qué méritos contáis para competir con el Dios de la Poesía...?

…………………………………………………………………………………………

Ya desde el principio de la escena los aplausos intencionados se habían repetido con mucha frecuencia, y más de un chusco dirigía sus miradas a los bancos ocupados por los poetas; pero al llegar a este punto, al apostrofar Don Quijote a los poetas de aguachirle, los aplausos fueron generales, las risas continuas, y todos se volvían a mirar a los escritorzuelos, que sufrieron avergonzados una rechifla estrepitosa.

La ira que aquellos poetastros sentían, no podían desahogarla sobre el público, descargandola sobre el inocente autor de la comedia.

—¡Es un bufón! —decían.

— Es un judío, y obra como tal; — añadían otros.

—Bien se descubre el rabo de sus malas creencias a través de sus intencionados chistes....

— Y después de todo, esto no es más que una mala copia de un célebre escritor español; — decía un tercero en voz alta y campanuda para que llegase a los oídos de la multitud, que se apiñaba a las puertas de la botillería durante el entreacto.

Bajaban de sus aposentos los señores inquisidores, y un escritor mal intencionado, llamado Lobo Correa, se atrevió a decir:

—En efecto, asoma el rabo del judío en muchos lugares de la comedia; y es que se va olvidando el autor, de que existen en Portugal vigilantes o centinelas de la fe, que ya en otra ocasión, le obligaron a este mismo autor a la abjuración de levi, por haberse burlado de doctrinas sustentadas por autores católicos.

No lo dijo á sordos. Al día siguiente estaban sobre la mesa del Calificador del Santo Oficio todos los escritos del poeta dramático autor de la comedia sobre El Grande Don Quijote y del gordo Sancho Panza, y se comenzaba una información secreta de su vida y costumbres, que andando el tiempo produjo funestos resultados. Veamos lo que averiguó la Inquisición.



Averiguaciones de la Inquisición

Antonio de Silva, que en aquella sazón ejercía ya con crédito la profesión de abogado en la ciudad de Lisboa, era hijo de otro notable jurisconsulto, Juan Méndez de Silva, y de su legítima esposa Lorenza Coutinho.
Había nacido en Rio-Janeiro en el año 1705, y allí corrieron tranquilos los primeros años de su existencia, dando singulares muestras de felicísimo ingenio y disposiciones nada comunes para todo género de estudios.

Trasladada a Lisboa la familia, ya en el año 1726 era Antonio José bachiller en leyes por la Universidad de Coimbra, donde en la temprana edad de veinte años había llamado la atención por su claro entendimiento, su aplicación extraordinaria, y más que nada por su carácter franco, alegre, jovial y decidor, que le había granjeado muchos y buenos amigos. Estas mismas condiciones de carácter le trajeron a posteriori un grave disgusto.

Ejerciendo la abogacía con asiduidad al lado de su padre, iba adquiriendo buen concepto como jurisconsulto entre los más principales señores de la nobleza, así como entre graves y doctos magistrados; teniendo la misma admiración por sus aficiones literarias y por sus composiciones poéticas, razón por la cual, era recibido con especial agrado en todas las reuniones de la capital.

Entre los nobles que con mayor amistad le distinguían y más se gozaban en su ameno trato, figuraba el cuarto Conde de Ericeira, don Francisco Javier de Meneses. Refiere uno de los más apasionados biógrafos de Silva (Camilo de Castello-Branco), que entrando este un día en la biblioteca del Conde, que era una de las más escogidas y preciosas de Lisboa, encontró en ella a un cierto Bartolomé Lobo Correa, literato de escasa valía, y antipático además por las condiciones especiales de su carácter. Entre los libros del Conde tropezó Silva con uno, titulado Centinela contra judíos, puesta en la torre de la Iglesia de Dios, obra del extremeño Fr. Francisco de Torrejoncillo, traducida del español al portugués por el padre del Lobo Correa; y tomándolo en las manos se propuso mortificar a aquél, haciendo reír a su costa, al P. Luis Álvarez y a Francisco Javier Oliveira, que se hallaban presentes, sacando a plaza algunas de las muchas necedades que el libro contenía.

El mentado biógrafo del poeta describe con sin igual donaire y con gran fuerza cómica, la escena de la biblioteca, origen de todas las desgracias de aquél. Oigámosle.

—<< ¡Oh, Francisco Javier—dijo Antonio de Silva,— ya encontré un libro que es alhaja, traducido aquí por el padre del Sr. Bartolomé.>> ¡Centinela contra judíos...! — ¡Oh! ¡oh...! —exclamó riendo el P. Luis Álvarez; —esa es una obra que hace cosquillas en los pies a cuantos la lean.

—¿Y por qué razón...? —preguntó algo avispado y sospechoso el hijo del difunto traductor.

—¿Por qué?,—repuso el Padre; —porque es obra llena de sandeces, inmoralmente puerca y torpe.
…………………………………………………………………………………………

Silva abrió el libro y leyó en voz baja algunos renglones, y dijo:


—Díganme vuestras mercedes, si la inmortalidad no les parece mezquina y pequeña recompensa para un libro donde se leen estas cosas; ¡atención!:—"Si los hombres pusieron cuidado en señalar a los judíos para que fuesen conocidos por sus traiciones, no menos cuidó Dios de señalarlos, para confusión suya y castigo de lo que merecieron sus antepasados. En algunos no son muy patentes las señales que por su maldad pone en ellos la naturaleza; pero en otros, se ven claras y evidentes, sin que pueda su cuidado celarlas y ocultarlas a las gentes. Digo, pues, que hay muchos señalados por la mano de Dios después que crucificaron d su Divina Majestad; unos...

—¡Fíjense en esto! —exclamó Antonio José, interrumpiendo la lectura. —¡Fíjense en esto para aumento de la Historia Natural, y en honra del Lobo muerto y del Lobo vivo! — Y prosiguió leyendo:

" Unos tienen unas colillas o rabillos que le salen en su cuerpo del remate del espinazo; otros echan y derraman sangre...„

— ¡Alto ahí! —interrumpió el P. Álvarez. —Hay señoras en la habitación inmediata: el que quiera leer el resto de esa inmundicia hágalo en secreto....

— Yo lo he leído ya, —dijo Oliveira, llevándose la mano a la nariz, —y eso exhala vapores de cloaca.

— Y según esto—repuso Silva—¿está vuestra merced persuadido, Sr. Lobo, de que algunos judíos tienen rabos que les nacen del remate del espinazo?
— Lo estoy; sí señor.

— ¿Y violo tal vez con sus propios ojos, tan vivos y penetrantes? Ahora veo yo también que no es mentiroso el refrán que dice que los sabios meten la nariz en todo. ¡Cuánta investigación por lugares tan poco frecuentados ha hecho su nariz de usted, sabio D. Bartolomé!


—¿Qué libro lee nuestro moderno Gil Vicente? —dijo entrando el Conde de Ericeira.
— ¡Ah!... Centinela contra judíos.... Es un libro notable, que prueba el adelanto de la Historia Natural en España. Habla ahí de unos rabinos....

—Con eso nos entreteníamos, —añadió el Prior de San Jorge. —¿Y vieron—repuso el Conde—el por qué tienen rabo los israelitas? La explicación está dos hojas adelante.
—Aquí está—dijo Silva. — Y leyó:

“Los judíos de las colillas o rabillos en el fin del espinazo, son descendientes por línea recta de aquellos que eran maestros entre ellos, a quien llamaban Rabíes, y acá llamamos Rabinos; éstos se sentaban a juzgar, y hoy se sientan a enseñar su ley, como maestros y jueces; y para pena suya, y que no puedan estar sentados sin trabajo y penalidad, les sale aquel rabillo en las asentaderas. „

Me parece que el Sr. Bartolomé está con mala sombra.... —dijo el Conde—Pero observe nuestro amigo, que su padre no incurre en nuestra crítica. A un traductor solamente se le exige fidelidad en la versión...

—Mi padre, Sr. Conde, —dijo Bartolomé, — no pide disculpa por haber hecho un servicio a la religión. A los judíos fue a los que no les hizo favor, traduciendo este religioso libro y del que estos señores se están zumbando.

Y al proferir Bartolomé las palabras a los judíos, clavó los ojos con marcada intención en Antonio José de Silva. Quince días después, el 6 de agosto de 1726, fue detenido el poeta por los familiares del Santo Oficio, y encerrado en las cárceles de la Inquisición. Como el Prior de San Jorge fue reducido a prisión en el mismo día, conocieron bien todos los amigos de ambos de dónde procedía la denuncia.

El Conde de Ericeira, Juan Méndez de Silva, el anciano contador Diego Barros y otras muchas personas de cuenta comenzaron inmediatamente a influir con los inquisidores en favor del calumniado joven, haciendo llegar a sus oídos la causa del rencor de Lobo Correa.

Mucho sirvieron al acusado las informaciones de tan poderosos amigos, y las muestras de simpatía y afecto de que era objeto Silva en todas partes, pusieron muy en su favor a los inquisidores.

Mas por desgracia, la madre del poeta, Lorenza Coutinho, era de raza judía; se sospechaba que pudiera mantener en su familia recuerdos de la antigua creencia; y aunque nada se justificó que indicase falta de ortodoxia, ni de prácticas contrarias al cristianismo en la casa de aquélla, creyeron de necesidad los señores del tribunal de la fe depurar el hecho, y sometieron a cuestión de tormento al procesado, que conservó para todo el resto de su vida las señales de los tornillos en sus desfigurados pulgares.

Fue absuelto el desventurado Silva; abjuró de levi, y con expresiva recomendación de los inquisidores para que se dedicara al estudio de la doctrina cristiana, volvió triste y meditabundo al seno de su atribulada familia. Recobrando poco a poco, la salud y la tranquilidad de ánimo, se dedicó el escritor a sus negocios del foro, guardando la más rigorosa observancia de las prácticas religiosas, y sin que su conducta ofreciera nada digno de censura, hasta la época en que el Calificador del Santo Oficio recogió estos informes secretos.

La denuncia de Lobo Correa no tuvo por entonces otros resultados; pero por ella Antonio José de Silva fue sometido a tormento, y el P. Luis Álvarez, prior de San Jorge, salió desterrado de Lisboa. En los libros de la Inquisición quedó Silva apuntado desde entonces como sospechoso de judaísmo.

Muchos meses después de haber vuelto a su casa, apenas salía de ella Antonio José de Silva, fuera por la vergüenza de haber salido al auto de fe, por temor de dar pábulo a nuevas sospechas, por un acceso de misantropía, nada extraño en hombre de su imaginación y de su carácter después de la prisión y el tormento, es cierto, que huía el trato de sus antiguos compañeros, nunca se presentaba en público, y aun dentro de su misma casa pasaba largas horas encerrado en su habitación, sin más compañía que sus libros, reducidos a pocos volúmenes de poesía y muchos de devoción, de obras ascéticas, vidas de Santos y expositores bíblicos.

Este retraimiento voluntario influyó, muy directamente, en su carrera literaria. Al paso que iba recobrando la tranquilidad de su espíritu, buscó esparcimiento en su afición por la poesía, escribiendo del todo o formulando.



Segunda Parte

Muchos meses después de haber vuelto a su casa, apenas salía de ella nuestro protagonista. Fuera por la vergüenza de haber salido al auto de fe, fuera por temor de dar pábulo a nuevas sospechas, o por un acceso de misantropía, nada extraño en hombre de su imaginación y de su carácter después de la prisión y el tormento, es lo cierto que huía el trato de sus antiguos compañeros, nunca se presentaba en público, y aun dentro de su misma casa pasaba largas horas encerrado en su habitación, sin más compañía que sus libros, reducidos a pocos volúmenes de poesía y muchos de devoción, de obras ascéticas, vidas de Santos y expositores bíblicos.

Este retraimiento voluntario influyó muy directamente en su carrera literaria. Al paso que iba recobrando la tranquilidad de su espíritu, buscó esparcimiento y solaz en su afición a la poesía, escribiendo del todo o formulando los planes de muchas obras dramáticas, que representadas en los años siguientes, contribuyeron a extender su fama de poeta por una parte, siendo por otra causantes de su total ruina y lastimosa tragedia, al decir de muchos historiadores; aunque otros sólo atribuyen su desgracia al judaísmo, antiguo en su familia y que en ella se perpetuó por el enlace de que ahora debemos dar noticia.

En su voluntaria reclusión, viviendo aislado con su familia, Antonio Jos estrechó relaciones con la del anciano contador Luis de Barros, y de ellas nacieron sus amores con la nieta del mismo, llamada Leonor, joven de singular hermosura e ingenio. Le consagró el poeta sus mejores y más sentidas composiciones; y tal vez estimulado también por aquel afecto, empezó á dar término á sus comedias para representarlas en el teatro.

Uno de los asuntos que más agradaban al escritor y causaban efecto en su familia, eran las aventuras de Don Quijote de la Mancha, relatadas por la inimitable pluma de Miguel de Cervantes. Tanto se prendaba Silva de la gracia y de la fuerza cómica del autor español, que sin cuidarse de que el personaje de Don Quijote había sido presentado ya en la escena lusitana por Ñuño Sutil, se decidió trasladarlo al teatro, y su primera obra cómica, seis años después de haber salido a la abjuración, fue la que tituló: Vida do grande Don Quijote de la Mancha e do gordo Sancho Panza.

El éxito que alcanzó la obra despertó la saña de los envidiosos, según intentamos describir al principio de esta biografía; volvió a ponerse en tela de juicio la sospecha de judaísmo de ANTONIO JOSÉ, pero su conducta en aquellos últimos años había sido ejemplar, sus costumbres muy religiosas, y la envidia tuvo que devorar en silencio la pena que le causaban los aplausos que se prodigaban al autor y su creciente fama.

Al año siguiente de este triunfo escénico, en el de 1734, vio Antonio José de Silva colmados los deseos de su corazón, contrayendo matrimonio con Leonor de Moura, hija de Jorge, y nieta de Luis Pereira de Barros, según antes dijimos. Las familias habían vivido siempre en la mayor intimidad; desde aquel punto, puede decirse que se confundieron en una sola. Mas, por desgraciada coincidencia, como ya indicábamos, Jorge Barros estaba casado con una joven huérfana, a la que había dado asilo el anciano Contador Mayor de Alfonso VI, movido a compasión al verla sola en el mundo. Los padres de aquella infeliz niña habían sido quemados por judaizantes; el Contador la recogió en la temprana edad de cinco a seis años, la hizo bautizar, y le puso en su regeneración el nombre de María, en lugar del de Sara con que la llamaron sus padres.

Poco tiempo después del casamiento del poeta, en el mes de mayo de 1735, se representó con gran éxito la obra, pero la alegría que produjo este nuevo triunfo fue de corta duración, pues se sintió indispuesto el anciano Juan Méndez de Silva, y murió en breves días al comenzar el mes de junio siguiente.

Desde fines del año 1726 en que salió absuelto de las prisiones de la Inquisición, hasta el mes de octubre de 1737 en que volvió nuevamente a ellas, cómo veremos en seguida, dio al teatro casi todas sus producciones, se hizo aplaudir y admirar del público, y gozó de la mayor tranquilidad en su azarosa existencia.

Al salir de Rio-Janeiro para establecerse en Europa, había traído consigo Lorenza Coutinho una muchacha negra, que constantemente vivió con la familia en Lisboa, sin dar nunca sospechas de tener mala voluntad a sus señores, ni dar muestras de natural vengativo, disimulado carácter, ni genio descontentadizo.

Se ignoran en absoluto los motivos que pudieran inducirla para variar de conducta y abrigar odio en su corazón. En algún autor hemos visto indicada la noticia de que fue castigada hacia este tiempo por una pequeña falta; otros aseguran, que fue ganada por dinero y promesas de libertad por los enemigos del poeta; es lo cierto que la esclava negra, cuyo nombre parece era Francisca o Feliciana, delató a Antonio José de Silva, a su madre y su mujer, por judíos impenitentes, y que conservaban en su casa todas las ceremonias y prácticas del rito mosaico.

En uno de los primeros días del mes de octubre del dicho año 1737, se presentaron de improviso dos familiares del Santo Oficio y condujeron a las cárceles secretas á Lorenza Coutinho, Leonor Moura y Antonio José de Silva, apoderándose de todos los papeles que a éste pertenecían, sellando sus habitaciones y dejando vigilada la casa, para tener detalladas noticias de cuanto en ella pudiera suceder y de las personas que pudieran llegar a interesarse en la suerte del acusado.

Conocidos los procedimientos del Santo Oficio y su manera de sentenciar las causas, a nadie extrañará que no se volviera a saber de la persona de Antonio José de Silva durante dos años, hasta que se le vio salir al auto de fe de 18 de octubre de 1739.

Se celebró en la iglesia de Santo Domingo, ante el inquisidor general, el cardenal D. Ñuño de Acuña. Fue un acto imponente al decir de una relación contemporánea; y el numeroso público aplaudió la condenación al fuego de las estatuas de tres herejes fugitivos, y de los huesos de otros que habían muerto en la prisión o en el tormento; y escuchó las sentencias de muerte de otros varios que se hallaban presentes vestidos con sambenitos pintados de llamas, de diablos, de animales inmundos, según el delito de cada uno. A nuestro protagonista se le aplicó el agravante de judaizante convicto, negativo y relapso, fue relajado Antonio José de Silva y entregado al brazo seglar.

Pero el poeta había muerto moralmente muchos días antes. Desde el punto en que escuchó la lectura de la sentencia, viéndose perdido y sin sombra de esperanza, cayó en un abatimiento del que no volvió a salir. La postración de sus fuerzas era tan extremada, que tuvieron que llevarle casi en hombros a la iglesia de Santo Domingo. Permaneció insensible durante la ceremonia, y ni aun dio muestras de haber reconocido a su madre ni a su esposa, que con él salieron al auto, condenadas a prisión perpetua.

En aquel estado de insensibilidad, fue conducido al prado del Rocío, donde se le decapitó y se entregó su cadáver a las llamas.

El proceso de Antonio José de Silva fue desconocido hasta que en el año 1821 pasó con otros muchos papeles de la Inquisición y vino a los archivos públicos de Lisboa. Examinado entonces, pudo conocerse, que la sentencia había sido a todas luces injusta e infundada. La delación se refería a la vida del poeta en su casa y entre su familia; la esclava delatora murió arrepentida pocos días después, y las pruebas se obtuvieron por declaraciones de los carceleros.

lunes, 23 de septiembre de 2019



Los Empaladores de la Conquista Española en América


El empalamiento fue un tipo de castigo que, sin ser desconocido, no parece que se generalizase tanto como otros en los diversos territorios asaltados en el transcurso de la conquista de las Indias. La sensación es que se utilizó especialmente en las conquistas de Nueva Granada, Venezuela y Chile. Contamos con un testimonio inicial de fray Antonio Antonio de Remesal, quien asevera: que en su ataque contra los alzados indios de Cumaná, el capitán Gonzalo de Ocampo atacó el puerto de Maracapaná en venganza por la muerte de algunos padres dominicos en 1521; tras atrapar a diversos indios, mandó ahorcar «a muchos de los presos de las entenas para que de tierra fuesen vistos». De Ocampo ocupó la localidad, donde «prendió y tomó a muchos, castigándolos conforme a orden de justicia, ahorcando a unos y empalando a otros», mientras los supervivientes eran enviados a La Española como esclavos.[1] Hay algunas evidencias de su utilización durante la conquista de Perú. El cronista Cieza de León refiere cómo en 1538 el capitán Francisco de Chaves guerreaba con su hueste en tierras de los conchucos, que atacaban regularmente la zona de Trujillo, «e hicieron la guerra muy temerosa y espantable, porque algunos españoles dicen que se quemaron y empalaron número grande de indios».[2]


Pero, como hemos dicho antes, fue en territorios como Nueva Granada donde los cronistas presentan numerosos testimonios del uso del empalamiento. La tendencia a organizar nuevas expediciones desde las primeras ciudades fundadas en Nueva Granada se mantendría con fuerza durante las décadas de 1540 y 1550. Con dicha política no solo se buscaba el domeñar las poblaciones originarias y controlar sus territorios y las riquezas que hubiese en ellos, sino también asegurar unas vías de comunicación aún primitivas que permitiesen el contacto con las ciudades de la costa atlántica y con las de otros territorios como Popayán. En grupos muy reducidos de milites hispanos, casi siempre menos de un centenar, diversos capitanes fueron operando y fijando a la población autóctona en nuevos asentamientos. La excusa principal para la invasión de sus tierras siempre fue el carácter caníbal de dichos aborígenes. Así, el capitán Hernando Venegas fundó la ciudad de Tocaima (1546) con sesenta hombres. El capitán Hernández Pedroso operó con setenta hombres más allá de dicha zona en 1549, y entró en la provincia de los Palenques.

En la localidad de Ingrina, la fuerte resistencia hallada se tradujo en la muerte de un español. Como explica en su crónica el padre Aguado, Pedroso preparó una celada exitosa y consiguió aprisionar un buen número de aborígenes:

y porque el nombre de los soldados fuese temido o espantable a estos bárbaros y la muerte del español quedase bien vengada, el caudillo, con severidad de rústico, se puso muy despacio a derramar la sangre de los presos [...] Empaló en el propio lugar algunos indios y a otros cortaba las manos, y atándoselas y colgándoselas al pescuezo los enviaba a que llevasen la nueva de su crueldad a las otras gentes que se habían vuelto huyendo, y algunos otros que fueron los más bien librados, se los llevó consigo para que cargasen las municiones y otras cargas necesarias a la jornada que había que llevarse.[3]

El capitán Pedroso, veterano de Perú, era de la opinión, como tantos otros, de que los indios debían ser totalmente derrotados en un primer encuentro, pues de lo contrario podían mantenerse en guerra hasta el último hombre creyendo en la victoria, de ahí que no dudase en aplicar prácticas aterrorizantes. 



 Días más tarde, necesitado de indígenas cargadores y comida, asaltó una nueva localidad con treinta y cinco hombres, la mitad de su gente. Los nativos de aquella localidad cercana a Guacota disponían de unos bohíos en los que podían atrincherarse, cerrando sus puertas con gruesos tablones mediante una trampilla, pudiendo flechar al enemigo desde las troneras practicadas en sus alojamientos. Una vez más, la muerte de un soldado enardeció los ánimos, y ante la dificultad por tomar la localidad bohío a bohío, se les pegó fuego. La masacre sobrecogió a los endurecidos soldados; muchos indios, por escapar del fuego, se ahorcaron en el interior de los bohíos, pero las llamas, lógicamente, no respetaron a nadie y se vio arder «no solo a los guerreadores e indios mayores, y mancebos y muchachos, pero a muchas mujeres de todas suertes, con sus criaturas, niños y niñas pequeños, a los pechos, que difuntos como estaban y socarrados de la candela, parecía estar su sangre pidiendo justicia de la injusticia y crueldad que con ellos se había usado». Pero el caso es que se logró el fin esperado:

«Con la fama de esta severidad y crueldad, cobraron tanto temor y miedo los indios comarcanos, que en muchos días no hubo indio que hiciese resistencia ni se pusiese en defensa».[4]

En 1552, Hernández Pedroso protagonizó una nueva entrada en las provincias de Mariquita, Guasquia y Gualí en busca de minas de oro y acabó fundando la población de San Sebastián. Un conato de revuelta se frenó con el ajusticiamiento de cinco caciques —tres fueron ahorcados y dos empalados—, «con cuyas muertes quedaron tan hostigados y escarmentados los demás que nunca tornaron dende en adelante por mucho tiempo a intentar ningunas novedades». Por otro lado, se trataba de ser comedido y selectivo en los castigos «por no derramar mucha sangre de aquellos indios que pretendían y querían conservar para su servicio».[5]

La conducta hispana en la zona condujo a la rebelión general de 1556 de los indios panches de Mariquita, Ibagué y Tocaima, y, ante el riesgo de que los muiscas se les sumaran, la Real Audiencia comisionó al capitán Asensio de Salinas para terminar con dicha rebelión. Uno de sus oficiales, el capitán Beltrán, no dudó en empalar dos jefes de guerra de la localidad de Samana, una muerte «cierto cruelísima e indigna que por mano española se usase. Y con esto puso nuevo terror y espanto en toda esta gente de Çamana y sus comarcas, y dejándolos como suelen decir de paz», es el dictamen del padre Aguado.[6] 



Las crueldades no terminaron en Nueva Granada con la conclusión de la rebelión iniciada entre los panches en 1556. El capitán Juan Rodríguez Juárez, quien pobló la ciudad de Mérida en 1558, se distinguió por su crueldad, pero el problema no acababa aquí; como muy bien se percató el padre Aguado, en poco tiempo sus oficiales ya habían sido «prevenidos a que fuesen imitadores de su crueldad; porque uno de los mayores defectos que este capitán tenía era ser cruel con los indios, y así no había soldado entre los que en su compañía llevaba que no le imitase por contentarle y aplacerle, porque daba a entender que lo principal de la soldadesca era la crueldad, y así paró en lo que paró, que fue morir muchos indios». Cierta vez que unos indios les estorbaban con el suministro de agua, Rodríguez construyó una pequeña presa en el río con los cuerpos de los aborígenes caídos en combate. En otra ocasión tomaron una población al asalto, y pasaron a cuchillo a todos sus vecinos. El dantesco espectáculo cuando clareó el día solo sirvió para que cada soldado se jactase aún más de su hazaña particular. Uno de sus oficiales probó el filo de su espada cortando sucesivamente los dos brazos de un indígena de un solo tajo. También recurrió al empalamiento el capitán Rodríguez, según señala una vez más horrorizado el padre Aguado.[7] Habitualmente, autores como este último, fray Pedro Simón o Fernández de Piedrahita explican a continuación de todos estos horrores que sus causantes sufrieron el castigo divino de muy diversas maneras, porque solo consignar en su relato los fríos hechos, y ya era todo un mérito, debía parecerles insufrible. Como criticaba el padre Aguado, corregidores y jueces enviados por las audiencias a investigar estos delitos se limitan a cobrar sus salarios, mientras que los propios oidores de las audiencias «muchas veces disimulan con semejantes crueldades, porque del quererlas castigar con rigor no nazcan cosas más escandalosas y peligrosas, por la mucha libertad de que suelen usar los españoles en las Indias».[8]

Tampoco escaparían de la crueldad hispana los indios colimas cuando fueron atacados por un alcalde de la ciudad de Mariquita, don Antonio Toledo, en 1560. Toledo llevó consigo cuarenta soldados hispanos —ochenta hombres, perros y caballos, según Fernández de Piedrahita— y trescientos indios auxiliares. Tras fundar la ciudad de La Palma, don Antonio fue a pleitear con la Real Audiencia por haber poblado una villa sin licencia, mientras sus oficiales procuraban permanecer en el territorio. Los intentos de los colimas por expulsarlos fueron exitosos, de ahí que Toledo hubiese de regresar con otros cincuenta soldados. Uno de los capitanes, Hernández Higuera, comenzó a operar con treinta y tres hombres. En la localidad de Viripi, una treintena de nativos se acercaron a las tropas hispanas al ser requeridos; entonces, el capitán Hernández dio orden de matarlos a sangre fría, «para con este cruel hecho entrar poniendo terror y temor en los demás naturales». En Itoco, después de contactar con un número mayor de aborígenes, se les demandó el envío de alimentos, pero Hernández, con o sin motivo, receló de ellos: cuando regresaron regresaron con varias cargas de leña, las tropas hispanas, advertidas, «los pasaron todos a cuchillo». Como denunciaba el padre Aguado: 


«Señaláronse con sus brazos muchos soldados en este triste espectáculo, que como a su salvo herían, acontecíales cortar el indio por los muslos y alcanzar a otro por las piernas, cortar cabezas, pies y manos de un golpe o revés, cada una cosa de estas con mucha facilidad; y la verdad es que, como los indios estaban desnudos y no tenía el espada, ropa ni otras armas en que embarazarse, que En otra ocasión, el capitán Hernández mandó empalar a un indígena que a través de los intérpretes se atrevió a augurar una guerra a sangre y fuego contra los españoles y su destrucción total. «Pero Hernández, viéndolo estar tan obstinado en su libre hablar, porque los demás indios no creyesen ser todo verdad lo que este indio decía, y porque algunos de ellos daban muestras de tenerle y haber miedo de él, lo mandó empalar metiéndole un agudo palo por el sieso, muerte cruelísima, y que entre cristianos no se debía de usar por no imitar en ella la crueldad de los turcos, que primero la inventaron», dice el padre Aguado.

Poco después, Hernández Higuera murió de un flechazo envenenado. Sus compañeros lo enterraron en secreto, pero su tumba fue hallada por los colimas, quienes continuaron sus ataques con la cabeza de Hernández adornando una de sus lanzas. Solo en 1565 comenzó a declinar la resistencia de los colimas.[9]

En el caso de Venezuela, también en un contexto de rebeliones aborígenes tras la fase inicial de la conquista, se recurrió a tan tremendo método de ajusticiamiento. En 1554 el licenciado Alonso Arias de Villacinda, gobernador de Venezuela, nombró al capitán Diego de Montes para acabar con los sublevados jiraharas de Nueva Segovia. Al mando de cuarenta hombres, Montes fue «[...] ahorcando y empalando en el camino cuantos indios pudo coger de los rebeldes, así por vengar las muertes, que habían hecho en algunos españoles, como por atemorizar el país con el rigor, para que a vista del castigo pudiese tener lugar el escarmiento», explica el cronista José de Oviedo y Baños.[10]

Habiéndose alzado los indios caracas en 1565, el capitán Diego de Losada luchó contra ellos desde 1566. Como solió ocurrir en tantos casos, la traición de un supuesto aliado, el cacique de los teques Anequemocane, acabó con el uso del terror: Losada preparó una emboscada en la que cayeron ocho teques. Al menos en aquella ocasión, una vez fueron muertos, sus cuerpos fueron empalados en el lugar «para escarmiento y terror de los demás», revela Oviedo y Baños. Pero en 1569 la sospecha de que los mariches estaban organizando un levantamiento tomó tal fuerza, aunque nunca se demostró nada concreto, escribe también Oviedo y Baños, que Losada ordenó a los alcaldes ordinarios de Caracas que investigasen judicialmente el asunto. Hallándoseles culpables, veintitrés caciques fueron condenados a muerte y entregados a los indios auxiliares y de servicio para que los ejecutasen como quisiesen —«cuya ejecución corrió por tan cuenta de la crueldad, que parece que en este caso se olvidaron nuestros españoles de las obligaciones de católicos y de los sentimientos humanos»—; aquellos decidieron empalarlos, usando el cronista de toda la capacidad de su pluma para hacer una dramática y terrible descripción:

Y ellos, como bárbaros vengativos y crueles, intentaron un género de muerte tan atroz, que sólo pudiera su brutalidad haberla discurrido, pues metiéndoles por las partes inferiores maderos gruesos, con puntas muy agudas, partiéndoles los intestinos y atravesándoles las entrañas, se los sacaban por el cerebro: martirio que sin mostrar flaqueza alguna en el ánimo, sufrieron con gran valor y tolerancia, clamando al cielo volviese por la inocencia de su causa, pues no había dado motivo la sinceridad de su proceder para pasar por el tormento de suplicio tan horrible. 



Como suele ocurrir en estos casos en muchos cronistas, a una crueldad injustificada le sigue el castigo de sus promotores: Losada, muy criticado por el reparto que hizo de las encomiendas, fue depuesto de su cargo por el gobernador Ponce de León, quien atendió algunas críticas contra él; regresado a sus posesiones de Tocuyo, al poco murió Losada despechado. El mismo final que, pocos meses más tarde, tuvo el propio gobernador, muerto de disentería.[11]

Todavía en 1577, el capitán Garci-González de Silva fue comisionado para castigar a los indios caribes, famosos caníbales, que, en la zona del Orinoco, molestaban los contornos de la ciudad de Valencia. Con treinta caballos y nativos auxiliares de su confianza, De Silva atacó con ferocidad a los caribes en vista de sus fechorías y logró atrapar veintiséis prisioneros a los que mandó empalar para escarmiento de los demás.[12]

En Chile la dureza de la guerra contra los indios reches llevó a un uso recurrente del empalamiento.[13] Ya en su expedición al territorio de 1535-1537, Diego de Almagro lo puso en práctica: en la provincia de Chihuana, después de sufrir los robos de algunos soldados, los caciques de la zona se levantaron en armas, y el adelantado Almagro, tras ponerlos en fuga, pero sin derrotarlos, ordenó empalar a la vista de todo el ejército a algunos indios prisioneros.[14] A pesar de este precedente, el cronista Jerónimo de Vivar otorga a los aborígenes del valle de Copiapó el dudoso mérito de haber comenzado a empalar a sus enemigos —en un momento dado de su crónica habla de cadáveres de españoles hechos cuartos y empalados, y en otra ocasión de españoles empalados—.[15] También Pedro Mariño de Lobera planteó un panorama terrible de las crueldades de los indios alzados en su ataque a la ciudad de La Serena en 1548: 


Habiendo pasado la noche en que hicieron este estrago y llegando el día que lo descubrió claramente, juntaron los bárbaros algunos españoles que habían tomado vivos y los niños pequeñitos con sus madres y las demás mujeres y a todos los despedazaron rabiosamente con grandísima crueldad, como si fueran tigres o leones. A las criaturas las mataban dando con ellas en la pared; a las madres, con otros tormentos más intensos, y a los hombres, empalándolos vivos, y era tan desaforada su saña, que porque no quedase rastro de los cristianos mataban con extraordinario modo a los perros, gatos, gallinas y semejantes animales que habían metido los cristianos en el reino; finalmente, hasta las camas en que dormían las quemaron todas haciendo pedazos la yacija, y luego pusieron fuego por todas partes a la ciudad, y no pararon hasta que no quedó rastro della.[16]

A partir de entonces, los diversos cronistas comienzan a explicitar los, según ellos, necesarios castigos aterrorizantes por hacer frente a un enemigo tan difícil y resuelto. En 1558 el gobernador García Hurtado de Mendoza lanzó su campaña contra el sublevado cacique Caupolicán en los valles de Arauco y Tucapel, y cuando el guerrero indio fue tomado prisionero, según el testimonio de Jerónimo de Vivar, fue empalado; según Mariño de Lobera se le ajustició «para poner temor a todo el reino», pero no da más detalles. Góngora Marmolejo, tampoco. Jerónimo de Quiroga no solo habla del empalamiento, sino que treinta indígenas flecheros dispararon sus saetas tres veces a su cuerpo, no dejando parte alguna sin herida. «Y yo admiré de oír que otros capitanes a quienes conocí cuando vine a este ejército habían repetido, imitando otros muchos, semejantes modos de empalar vivos a los indios prisioneros, no uno a uno, sino en grande número». El resultado, por cierto, no fue el esperado, sino que los indios se retiraron «llenos de ira, y mortal rabia, prometiendo vengarse eternamente». Además, previamente otros doce caciques fueron atados a la boca de las artillerías y despedazados tras el consiguiente disparo. El padre Rosales es quien asegura que, tras convertirse al cristianismo, a Caupolicán se le dio garrote y luego los nativos aliados le dispararon algunas flechas al corazón.[17] 



En 1577 y 1578, el gobernador Rodrigo de Quiroga, que había recibido refuerzos de Perú, ordenó a sus capitanes incrementar las operaciones más allá del río Biobío contra los indios alzados con el propósito de acabar con su resistencia. Uno de dichos capitanes, Juan Álvarez de Luna, operaba con noventa hombres en el valle de Llangague, donde les iba destruyendo «las haciendas y empalando a los que topaban descuidados», señala Mariño de Lobera. Otro capitán, Gaspar Viera, que defendía el entorno de Villarrica en 1579, «no dudó en empalar a algunos de los indios prisioneros que hizo para escarmiento». El caso es que cronistas como Mariño de Lobera se decantan a menudo por dejar de especificar el método de ajusticiamiento, que sustituyen por la fórmula «terribles castigos» que, creemos, reservan para métodos especialmente crueles como el empalamiento; por ejemplo, de nuevo el capitán Álvarez de Luna, en su defensa de Villarrica en 1580, tras causarle al contrario ochocientas bajas, «no contento con esto el maestre de campo [Juan Álvarez de Luna] procedió adelante corriendo la tierra y haciendo terribles castigos en toda ella hasta haber pasado el río grande del Pasaje». En otra ocasión, el capitán Juan de Matienzo rechazó un ataque en la provincia de Ranco; tras perseguir la partida agresora, «cogió algunos de ellos en quien hizo ejemplares castigos».[18] Después, los cronistas dejan de mencionar este tipo de castigo tan sumamente terrible. 



[1] Antonio de Remesal. Historia de la Provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala. (1964, I: pag. 174-175). 

[2] Cieza de León. Crónicas del Peru. (2005: 221).

[3] Aguado (1956-1957, I: lib. VIII, caps. II-IV).

[4] Ibidem.

[5] Aguado (1956-1957, I: lib. VIII, cap. XIII).

[6] Aguado (1956-1957, I: lib. X, caps. I-VII). Sobre la rebelión de 1556, Friede (1963: 71-87).

[7] Aguado (1956-1957, I: lib. XI, caps. VII-VIII).

[8] Aguado (1956-1957, I: lib. XIII, cap. VIII y lib. XIV, cap. IX).

[9] Aguado (1956-1957, I: lib. XV, caps. I-XVI). Véase también Fernández de Piedrahita (1881, I: lib. XII, cap. VII).

[10] Oviedo y Baños (2004: 165).

[11] Oviedo y Baños (2004: 279-334). Sobre Losada y sus capitanes, véase Vázquez de Espinosa (1992, I: 164-168).

[12] Oviedo y Baños (2004: 393-395).

[13] Sobre el término reche, preferible al de araucano o mapuche, véase Boccara (1996: 659-695).

[14] Mariño de Lobera (1960, I: cap. II).

[15] Vivar (1966: cap. LXXXIV).

[16] Mariño de Lobera (1960, I: cap. XVII).

[17] Vivar (1966: cap. CXXXVI). Mariño de Lobera (1960, II: cap. XI). Góngora Marmolejo (1960: caps. XXVII-XXVIII). Quiroga (1979: 148-158). Rosales (1877, II: 82-85).

[18] Mariño de Lobera (1960, III: caps. VI-XXI.)