Un Cervantista Quemado por la
Inquisición
Signatura: Archivo da Torre do Tombo de Lisboa (Portugal), Legajo 8027-1
Con grandísima
concurrencia de público de todas las clases sociales, y con extraordinaria
animación, se representaba en el teatro do Barrio alto de Lisboa, en la tarde
del día 14 de octubre del año 1733, una comedia titulada Vida do grande Don
Quijote y del gordo Sancho Panza.
La platea, que hoy
llamamos patio, no podía contener el inmenso número de espectadores que en ella
se apiñaban; los aposentos estaban llenos de damas y señores de la primera
nobleza de la corte; y hasta en los llamados camarotes dos frades, se notaban,
a través de las espesas celosías que los disimulaban, las venerables cabezas de
los reverendos padres de todas las órdenes religiosas, sin exceptuar a los
señores inquisidores, que muy de propósito y en gran número, concurrían siempre
a las primeras representaciones, llenando el aposento que para ellos estaba
reservado.
Importa y mucho a los
lectores españoles, conocer los pormenores de aquella fiesta escénica, porque
la obra era tributo de admiración al mayor ingenio de España, al desventurado é
inmortal autor de El Ingenioso Hidalgo; y también porque la vida del desdichado
poeta de aquella obra dramática es verdaderamente interesante, y además casi
desconocida en nuestra historia literaria.
Representaba una compañía
que había recibido lecciones y ejemplo del célebre español Antonio Rodríguez,
que de Madrid pasó a Lisboa, donde colmado de aplausos vio correr los últimos
años de su dilatada existencia, dejando muchos y buenos discípulos.
La comedia estaba
discretamente escrita en lo general, graciosa y ligeramente dialogada, y
sostenía el interés de los espectadores, tanto por la variedad incesante de las
escenas, que conservaban mucha de la gracia del original, como por los chistes
de que estaba salpicada la obra, y que, sin ser áticos ni mucho menos, llenaban
las medidas del gusto del auditorio, acostumbrado a obras muy escasas de mérito
y de gracia. En los bancos primeros, cercanos al proscenio, se veía á casi
todos los poetas portugueses de aquel tiempo; medianos algunos, malos,
detestables en su mayor número, que acudían á escuchar la nueva producción
dramática de un rival favorecido, con disposiciones de ánimo poco benévolas en
verdad.
Los aplausos despertaron
la emulación de aquellos escritores; el entusiasmo del público la convirtió en
envidia; un suceso, puramente casual, vino a trocar aquellas malas pasiones en
abierta enemistad y malquerencia.
Después de una escena
originalísima, en la que Don Quijote imagina que los encantadores que le
persiguen han mudado a su Dulcinea, transformándola en la figura de Sancho
Panza, escena que fue calurosamente aplaudida, a pesar de su equívoca moralidad
y subido color, Caliope, descendiendo de una nube, arrebató en ella a Don
Quijote y a Sancho para llevarlos en socorro del Numen Deifico. Se mudó el
teatro en el Monte-Parnaso, y apareció el Dios Apolo rodeado de un enjambre de
malos poetas, con los que reñía porfiada batalla. Y de allí fue Troya.
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—Esperad, bastardos
hijos, exclamaba Apolo, que presto vendrá quien sepa vengarme de vuestras
injurias.
— Ya no te reconocemos
por Dios de la poesía, señor Apolo, gritaban a su vez los poetas, pues
cualquiera de nosotros es un Apolo, y cada idea nuestra una nueva Musa.
APOLO. — ¿Así os atrevéis
á profanar el decoro que se debe a mis
apolíneos rayos?
POETAS. — Toquemos a
embestir el Parnaso. (Caen de una nube Don Quijote, Sancho y Caliope.)
APOLO. — En hora buena
vengas, valiente Don Quijote, que sólo tu espada puede asegurarme en el trono y
conservar mis laureles. Ven, ven a vengarme de estos poetastros, que sin más
armas que su presunción, quieren, no tan sólo emular mi plectro, sino
despojarme del Parnaso; y como son las armas y las letras tán fidelísimas
compañeras, quiero valerme de tus armas para restauración de mi ciencia; y como
esta violencia que se me hace no desdice de las empresas de tus caballerías, te
ruego y llamo para que me acorras.
DON OUIJOTE. — Señor
Apolo, yo tomo sobre mí su desagravio, y ya desde ahora puede sentarse
tranquilo en su trono, que nadie será osado a tocarle.
SANCHO. — Señor Don
Quijote, yo cuido que estoy soñando. Que entre Vm. en el Parnaso no es extraño,
porque es algo loco y locos aquí vienen; pero que yo siendo un ignorante esté
también a su lado, es lo que me admira; y de ello vengo a concluir que no hay
bolonio que no se cuele hoy día en el Parnaso.
DON QUIJOTE. — Y dígame
por su vida, señor Apolo, ¿cómo se llaman esos poetas que de tal manera os
persiguen?
APOLO. — Pues esa es la
desgracia, amigo Don Quijote, que los poetas que me afligen no son de nombre, y
con todo cada uno se cree que tiene más que yo mismo.
DON QUIJOTE. — Decidme,
poetas de aguachirle; decidme, ranas que graznáis en el charco de Catalina;
decidme, cisnes contrahechos, que os zambullís en el lodo de Hipocrene, ¿con
qué méritos contáis para competir con el Dios de la Poesía...?
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Ya desde el principio de
la escena los aplausos intencionados se habían repetido con mucha frecuencia, y
más de un chusco dirigía sus miradas a los bancos ocupados por los poetas; pero
al llegar a este punto, al apostrofar Don Quijote a los poetas de aguachirle,
los aplausos fueron generales, las risas continuas, y todos se volvían a mirar
a los escritorzuelos, que sufrieron avergonzados una rechifla estrepitosa.
La ira que aquellos
poetastros sentían, no podían desahogarla sobre el público, descargandola sobre
el inocente autor de la comedia.
—¡Es un bufón! —decían.
— Es un judío, y obra
como tal; — añadían otros.
—Bien se descubre el rabo
de sus malas creencias a través de sus intencionados chistes....
— Y después de todo, esto
no es más que una mala copia de un célebre escritor español; — decía un tercero
en voz alta y campanuda para que llegase a los oídos de la multitud, que se
apiñaba a las puertas de la botillería durante el entreacto.
Bajaban de sus aposentos
los señores inquisidores, y un escritor mal intencionado, llamado Lobo Correa,
se atrevió a decir:
—En efecto, asoma el rabo
del judío en muchos lugares de la comedia; y es que se va olvidando el autor, de
que existen en Portugal vigilantes o centinelas de la fe, que ya en otra
ocasión, le obligaron a este mismo autor a la abjuración de levi, por haberse
burlado de doctrinas sustentadas por autores católicos.
No lo dijo á sordos. Al
día siguiente estaban sobre la mesa del Calificador del Santo Oficio todos los
escritos del poeta dramático autor de la comedia sobre El Grande Don Quijote y
del gordo Sancho Panza, y se comenzaba una información secreta de su vida y
costumbres, que andando el tiempo produjo funestos resultados. Veamos lo que
averiguó la Inquisición.
Averiguaciones de
la Inquisición
Antonio de Silva, que en
aquella sazón ejercía ya con crédito la profesión de abogado en la ciudad de
Lisboa, era hijo de otro notable jurisconsulto, Juan Méndez de Silva, y de su
legítima esposa Lorenza Coutinho.
Había nacido en
Rio-Janeiro en el año 1705, y allí corrieron tranquilos los primeros años de su
existencia, dando singulares muestras de felicísimo ingenio y disposiciones
nada comunes para todo género de estudios.
Trasladada a Lisboa la
familia, ya en el año 1726 era Antonio José bachiller en leyes por la
Universidad de Coimbra, donde en la temprana edad de veinte años había llamado
la atención por su claro entendimiento, su aplicación extraordinaria, y más que
nada por su carácter franco, alegre, jovial y decidor, que le había granjeado
muchos y buenos amigos. Estas mismas condiciones de carácter le trajeron a
posteriori un grave disgusto.
Ejerciendo la abogacía
con asiduidad al lado de su padre, iba adquiriendo buen concepto como
jurisconsulto entre los más principales señores de la nobleza, así como entre
graves y doctos magistrados; teniendo la misma admiración por sus aficiones
literarias y por sus composiciones poéticas, razón por la cual, era recibido
con especial agrado en todas las reuniones de la capital.
Entre los nobles que con
mayor amistad le distinguían y más se gozaban en su ameno trato, figuraba el
cuarto Conde de Ericeira, don Francisco Javier de Meneses. Refiere uno de los
más apasionados biógrafos de Silva (Camilo de Castello-Branco), que entrando
este un día en la biblioteca del Conde, que era una de las más escogidas y
preciosas de Lisboa, encontró en ella a un cierto Bartolomé Lobo Correa,
literato de escasa valía, y antipático además por las condiciones especiales de
su carácter. Entre los libros del Conde tropezó Silva con uno, titulado Centinela
contra judíos, puesta en la torre de la Iglesia de Dios, obra del extremeño
Fr. Francisco de Torrejoncillo, traducida del español al portugués por el padre
del Lobo Correa; y tomándolo en las manos se propuso mortificar a aquél,
haciendo reír a su costa, al P. Luis Álvarez y a Francisco Javier Oliveira, que
se hallaban presentes, sacando a plaza algunas de las muchas necedades que el
libro contenía.
El mentado biógrafo del
poeta describe con sin igual donaire y con gran fuerza cómica, la escena de la
biblioteca, origen de todas las desgracias de aquél. Oigámosle.
—<< ¡Oh, Francisco
Javier—dijo Antonio de Silva,— ya encontré un libro que es alhaja, traducido
aquí por el padre del Sr. Bartolomé.>> ¡Centinela contra judíos...! —
¡Oh! ¡oh...! —exclamó riendo el P. Luis Álvarez; —esa es una obra que hace
cosquillas en los pies a cuantos la lean.
—¿Y por qué razón...?
—preguntó algo avispado y sospechoso el hijo del difunto traductor.
—¿Por qué?,—repuso el
Padre; —porque es obra llena de sandeces, inmoralmente puerca y torpe.
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Silva abrió el libro y
leyó en voz baja algunos renglones, y dijo:
—Díganme vuestras
mercedes, si la inmortalidad no les parece mezquina y pequeña recompensa para
un libro donde se leen estas cosas; ¡atención!:—"Si los hombres
pusieron cuidado en señalar a los judíos para que fuesen conocidos por sus
traiciones, no menos cuidó Dios de señalarlos, para confusión suya y castigo de
lo que merecieron sus antepasados. En algunos no son muy patentes las señales
que por su maldad pone en ellos la naturaleza; pero en otros, se ven claras y
evidentes, sin que pueda su cuidado celarlas y ocultarlas a las gentes. Digo,
pues, que hay muchos señalados por la mano de Dios después que crucificaron d
su Divina Majestad; unos...
„—¡Fíjense en esto! —exclamó Antonio José,
interrumpiendo la lectura. —¡Fíjense en esto para aumento de la Historia
Natural, y en honra del Lobo muerto y del Lobo vivo! — Y prosiguió leyendo:
" Unos tienen unas
colillas o rabillos que le salen en su cuerpo del remate del espinazo; otros
echan y derraman sangre...„
— ¡Alto ahí! —interrumpió el P. Álvarez. —Hay señoras en la
habitación inmediata: el que quiera leer el resto de esa inmundicia hágalo en
secreto....
— Yo lo he leído ya, —dijo Oliveira, llevándose la mano a la
nariz, —y eso exhala vapores de cloaca.
— Y según esto—repuso Silva—¿está vuestra merced persuadido,
Sr. Lobo, de que algunos judíos tienen rabos que les nacen del remate del
espinazo?
— Lo estoy; sí señor.
— ¿Y violo tal vez con sus propios ojos, tan vivos y
penetrantes? Ahora veo yo también que no es mentiroso el refrán que dice que
los sabios meten la nariz en todo. ¡Cuánta investigación por lugares tan poco
frecuentados ha hecho su nariz de usted, sabio D. Bartolomé!
—¿Qué libro lee nuestro moderno Gil Vicente? —dijo entrando
el Conde de Ericeira.
— ¡Ah!... Centinela contra judíos.... Es un libro notable,
que prueba el adelanto de la Historia Natural en España. Habla ahí de unos
rabinos....
—Con eso nos entreteníamos, —añadió el Prior de San Jorge.
—¿Y vieron—repuso el Conde—el por qué tienen rabo los israelitas? La
explicación está dos hojas adelante.
—Aquí está—dijo Silva. — Y leyó:
“Los judíos de las colillas o rabillos en el fin del
espinazo, son descendientes por línea recta de aquellos que eran maestros entre
ellos, a quien llamaban Rabíes, y acá llamamos Rabinos; éstos se sentaban a
juzgar, y hoy se sientan a enseñar su ley, como maestros y jueces; y para pena
suya, y que no puedan estar sentados sin trabajo y penalidad, les sale aquel
rabillo en las asentaderas. „
Me parece que el Sr. Bartolomé está con mala sombra.... —dijo
el Conde—Pero observe nuestro amigo, que su padre no incurre en nuestra
crítica. A un traductor solamente se le exige fidelidad en la versión...
—Mi padre, Sr. Conde, —dijo Bartolomé, — no pide disculpa por
haber hecho un servicio a la religión. A los judíos fue a los que no les hizo favor,
traduciendo este religioso libro y del que estos señores se están zumbando.
Y al proferir Bartolomé las palabras a los judíos, clavó los
ojos con marcada intención en Antonio José de Silva. Quince días después, el 6
de agosto de 1726, fue detenido el poeta por los familiares del Santo Oficio, y
encerrado en las cárceles de la Inquisición. Como el Prior de San Jorge fue
reducido a prisión en el mismo día, conocieron bien todos los amigos de ambos
de dónde procedía la denuncia.
El Conde de Ericeira, Juan Méndez de Silva, el anciano
contador Diego Barros y otras muchas personas de cuenta comenzaron
inmediatamente a influir con los inquisidores en favor del calumniado joven,
haciendo llegar a sus oídos la causa del rencor de Lobo Correa.
Mucho sirvieron al acusado las informaciones de tan poderosos
amigos, y las muestras de simpatía y afecto de que era objeto Silva en todas
partes, pusieron muy en su favor a los inquisidores.
Mas por desgracia, la madre del poeta, Lorenza Coutinho, era
de raza judía; se sospechaba que pudiera mantener en su familia recuerdos de la
antigua creencia; y aunque nada se justificó que indicase falta de ortodoxia,
ni de prácticas contrarias al cristianismo en la casa de aquélla, creyeron de
necesidad los señores del tribunal de la fe depurar el hecho, y sometieron a
cuestión de tormento al procesado, que conservó para todo el resto de su vida
las señales de los tornillos en sus desfigurados pulgares.
Fue absuelto el desventurado Silva; abjuró de levi, y con
expresiva recomendación de los inquisidores para que se dedicara al estudio de
la doctrina cristiana, volvió triste y meditabundo al seno de su atribulada
familia. Recobrando poco a poco, la salud y la tranquilidad de ánimo, se dedicó
el escritor a sus negocios del foro, guardando la más rigorosa observancia de
las prácticas religiosas, y sin que su conducta ofreciera nada digno de
censura, hasta la época en que el Calificador del Santo Oficio recogió estos
informes secretos.
La denuncia de Lobo Correa no tuvo por entonces otros
resultados; pero por ella Antonio José de Silva fue sometido a tormento, y el
P. Luis Álvarez, prior de San Jorge, salió desterrado de Lisboa. En los libros
de la Inquisición quedó Silva apuntado desde entonces como sospechoso de
judaísmo.
Muchos meses después de haber vuelto a su casa, apenas salía
de ella Antonio José de Silva, fuera por la vergüenza de haber salido al auto
de fe, por temor de dar pábulo a nuevas sospechas, por un acceso de
misantropía, nada extraño en hombre de su imaginación y de su carácter después
de la prisión y el tormento, es cierto, que huía el trato de sus antiguos
compañeros, nunca se presentaba en público, y aun dentro de su misma casa
pasaba largas horas encerrado en su habitación, sin más compañía que sus
libros, reducidos a pocos volúmenes de poesía y muchos de devoción, de obras
ascéticas, vidas de Santos y expositores bíblicos.
Este retraimiento voluntario influyó, muy directamente, en su
carrera literaria. Al paso que iba recobrando la tranquilidad de su espíritu,
buscó esparcimiento en su afición por la poesía, escribiendo del todo o
formulando.
Segunda Parte
Muchos meses después de haber vuelto a su casa, apenas salía
de ella nuestro protagonista. Fuera por la vergüenza de haber salido al auto de
fe, fuera por temor de dar pábulo a nuevas sospechas, o por un acceso de
misantropía, nada extraño en hombre de su imaginación y de su carácter después
de la prisión y el tormento, es lo cierto que huía el trato de sus antiguos
compañeros, nunca se presentaba en público, y aun dentro de su misma casa
pasaba largas horas encerrado en su habitación, sin más compañía que sus
libros, reducidos a pocos volúmenes de poesía y muchos de devoción, de obras
ascéticas, vidas de Santos y expositores bíblicos.
Este retraimiento voluntario influyó muy directamente en su
carrera literaria. Al paso que iba recobrando la tranquilidad de su espíritu,
buscó esparcimiento y solaz en su afición a la poesía, escribiendo del todo o
formulando los planes de muchas obras dramáticas, que representadas en los años
siguientes, contribuyeron a extender su fama de poeta por una parte, siendo por
otra causantes de su total ruina y lastimosa tragedia, al decir de muchos
historiadores; aunque otros sólo atribuyen su desgracia al judaísmo, antiguo en
su familia y que en ella se perpetuó por el enlace de que ahora debemos dar
noticia.
En su voluntaria reclusión, viviendo aislado con su familia, Antonio
Jos estrechó relaciones con la del anciano contador Luis de Barros, y de ellas
nacieron sus amores con la nieta del mismo, llamada Leonor, joven de singular
hermosura e ingenio. Le consagró el poeta sus mejores y más sentidas
composiciones; y tal vez estimulado también por aquel afecto, empezó á dar
término á sus comedias para representarlas en el teatro.
Uno de los asuntos que más agradaban al escritor y causaban
efecto en su familia, eran las aventuras de Don Quijote de la Mancha, relatadas
por la inimitable pluma de Miguel de Cervantes. Tanto se prendaba Silva de la
gracia y de la fuerza cómica del autor español, que sin cuidarse de que el
personaje de Don Quijote había sido presentado ya en la escena lusitana por
Ñuño Sutil, se decidió trasladarlo al teatro, y su primera obra cómica, seis
años después de haber salido a la abjuración, fue la que tituló: Vida do grande
Don Quijote de la Mancha e do gordo Sancho Panza.
El éxito que alcanzó la obra despertó la saña de los
envidiosos, según intentamos describir al principio de esta biografía; volvió a
ponerse en tela de juicio la sospecha de judaísmo de ANTONIO JOSÉ, pero su
conducta en aquellos últimos años había sido ejemplar, sus costumbres muy
religiosas, y la envidia tuvo que devorar en silencio la pena que le causaban
los aplausos que se prodigaban al autor y su creciente fama.
Al año siguiente de este triunfo escénico, en el de 1734, vio
Antonio José de Silva colmados los deseos de su corazón, contrayendo matrimonio
con Leonor de Moura, hija de Jorge, y nieta de Luis Pereira de Barros, según
antes dijimos. Las familias habían vivido siempre en la mayor intimidad; desde
aquel punto, puede decirse que se confundieron en una sola. Mas, por
desgraciada coincidencia, como ya indicábamos, Jorge Barros estaba casado con
una joven huérfana, a la que había dado asilo el anciano Contador Mayor de
Alfonso VI, movido a compasión al verla sola en el mundo. Los padres de aquella
infeliz niña habían sido quemados por judaizantes; el Contador la recogió en la
temprana edad de cinco a seis años, la hizo bautizar, y le puso en su
regeneración el nombre de María, en lugar del de Sara con que la llamaron sus
padres.
Poco tiempo después del casamiento del poeta, en el mes de mayo
de 1735, se representó con gran éxito la obra, pero la alegría que produjo este
nuevo triunfo fue de corta duración, pues se sintió indispuesto el anciano Juan
Méndez de Silva, y murió en breves días al comenzar el mes de junio siguiente.
Desde fines del año 1726 en que salió absuelto de las
prisiones de la Inquisición, hasta el mes de octubre de 1737 en que volvió
nuevamente a ellas, cómo veremos en seguida, dio al teatro casi todas sus
producciones, se hizo aplaudir y admirar del público, y gozó de la mayor
tranquilidad en su azarosa existencia.
Al salir de Rio-Janeiro para establecerse en Europa, había
traído consigo Lorenza Coutinho una muchacha negra, que constantemente vivió
con la familia en Lisboa, sin dar nunca sospechas de tener mala voluntad a sus
señores, ni dar muestras de natural vengativo, disimulado carácter, ni genio
descontentadizo.
Se ignoran en absoluto los motivos que pudieran inducirla
para variar de conducta y abrigar odio en su corazón. En algún autor hemos
visto indicada la noticia de que fue castigada hacia este tiempo por una
pequeña falta; otros aseguran, que fue ganada por dinero y promesas de libertad
por los enemigos del poeta; es lo cierto que la esclava negra, cuyo nombre
parece era Francisca o Feliciana, delató a Antonio José de Silva, a su madre y
su mujer, por judíos impenitentes, y que conservaban en su casa todas las
ceremonias y prácticas del rito mosaico.
En uno de los primeros días del mes de octubre del dicho año
1737, se presentaron de improviso dos familiares del Santo Oficio y condujeron a
las cárceles secretas á Lorenza Coutinho, Leonor Moura y Antonio José de Silva,
apoderándose de todos los papeles que a éste pertenecían, sellando sus
habitaciones y dejando vigilada la casa, para tener detalladas noticias de
cuanto en ella pudiera suceder y de las personas que pudieran llegar a
interesarse en la suerte del acusado.
Conocidos los procedimientos del Santo Oficio y su manera de
sentenciar las causas, a nadie extrañará que no se volviera a saber de la
persona de Antonio José de Silva durante dos años, hasta que se le vio salir al
auto de fe de 18 de octubre de 1739.
Se celebró en la iglesia de Santo Domingo, ante el inquisidor
general, el cardenal D. Ñuño de Acuña. Fue un acto imponente al decir de una
relación contemporánea; y el numeroso público aplaudió la condenación al fuego
de las estatuas de tres herejes fugitivos, y de los huesos de otros que habían
muerto en la prisión o en el tormento; y escuchó las sentencias de muerte de
otros varios que se hallaban presentes vestidos con sambenitos pintados de
llamas, de diablos, de animales inmundos, según el delito de cada uno. A
nuestro protagonista se le aplicó el agravante de judaizante convicto, negativo
y relapso, fue relajado Antonio José de Silva y entregado al brazo seglar.
Pero el poeta había muerto moralmente muchos días antes.
Desde el punto en que escuchó la lectura de la sentencia, viéndose perdido y
sin sombra de esperanza, cayó en un abatimiento del que no volvió a salir. La
postración de sus fuerzas era tan extremada, que tuvieron que llevarle casi en
hombros a la iglesia de Santo Domingo. Permaneció insensible durante la
ceremonia, y ni aun dio muestras de haber reconocido a su madre ni a su esposa,
que con él salieron al auto, condenadas a prisión perpetua.
En aquel estado de insensibilidad, fue conducido al prado del
Rocío, donde se le decapitó y se entregó su cadáver a las llamas.
El proceso de Antonio José de Silva fue desconocido hasta que
en el año 1821 pasó con otros muchos papeles de la Inquisición y vino a los
archivos públicos de Lisboa. Examinado entonces, pudo conocerse, que la
sentencia había sido a todas luces injusta e infundada. La delación se refería a
la vida del poeta en su casa y entre su familia; la esclava delatora murió
arrepentida pocos días después, y las pruebas se obtuvieron por declaraciones
de los carceleros.
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