Extremeños en tren del terror
El 20 de agosto de 1940, un tren con 927 refugiados españoles-entre ellos algunos extremeños-, salía de la estación de Angulema en la región francesa de la Charente. Las tropas alemanas de Hitler acababan de dividir Francia en dos, y los refugiados creían que los llevaban a la zona no ocupada. Pero pronto se dieron cuenta de que iban hacia el norte. Cuatro días más tarde, llegaron al pueblo de Mauthausen. No les sonaba de nada el nombre de un campo de concentración que, en unos años, sería uno de los símbolos del holocausto y el exterminio. En aquel lugar se produjo una dramática separación: los soldados alemanes obligaron a apearse a los hombres, a partir de los 14 años de edad, sin importarle que se trataran de ancianos o niños. Era el inicio de la tragedia.
Según el testimonio de algunos supervivientes, cuentan del famoso convoy: que las mujeres y los niños gritaban y lloraban mientras los hombres intentaban, sin demasiado éxito, aparentar una falsa tranquilidad. Con empujones, alaridos y algún que otro golpe, los soldados de la Wehrmacht les había obligado a subir a unos rústicos vagones de madera destinados al transporte de tropas y animales. El suelo estaba cubierto de paja y el único mobiliario del vagón era un bidón metálico abandonado en un rincón.
Apretados sudorosos y con una visión limitada por la escasa luz que se filtraba a través de las rendijas de la pared del vagón, todos se preguntaban cual sería el destino de ese viaje no deseado. La inquietud era permanente entre los adultos, pero repuntaban en los frecuentes momentos en que algunos de ellos, supuestamente informado por la ubicación del sol, afirmaba conocer la dirección exacta que seguía el tren. La mayoría entendía que el destino final era el regreso a España, mientras que otros sentenciaban, que eran llevados hacia el norte. Pasaron por varias estaciones y el tren no paraba. Había necesidades fisiológicas que realizar. Rápidamente entendieron la ubicación del bidón metálico en el rincón del vagón. A la vista de todos, tenían que hacer allí sus necesidades. Según pasaban las horas, el olor y el calor del mes de agosto, generaba un ambiente irrespirable.
El tren estuvo detenido varias horas porque las autoridades alemanas no sabían que hacer con parte de los pasajeros. El campo de Mauthausen no estaba preparado para recibir mujeres y niños. Por eso, la larga espera en aquella vía muerta, solo pudo obedecer al tiempo que los oficiales del campo necesitaron para consultar con sus superiores y estos, a su vez, con el régimen de Franco. No existe constancia documental de que se consultara con las autoridades franquistas, pero lo cierto es, que se decidió que las mujeres y los pequeños fueran enviados hacia España. Los hombres y los niños mayores de 14 años fueron obligados a bajar de los vagones e internados en el campo. Es muy improbable que los alemanes tomaran esta decisión, que incluía el traslado a España de una parte de los pasajeros sin hablarlo previamente con sus aliados y amigos españoles.
El 1 de septiembre las mujeres y los niños del convoy de Angulema entraron en España por la frontera de Irún y fueron interrogados por la policía franquista que les recibieron como verdaderos criminales. Las mujeres tenían que presentarse todas las semanas en el cuartel de la Guardia Civil. Pero aún peor fue el destino de los que se apearon en Mauthausen.
Los bajados observaban con asombro toda la situación represiva que se estaba formando a su alrededor. Los extremeños como el resto, estaban abrumados y aterrorizados por las formas y maneras que les trataban. La entrada al infierno de estos personajes acababa de comenzar.
Uno de los extremeños que fueron en el convoy de los 927, fue Vicente Burgos Prida, natural de Azuaga, un adulto de 49 años de edad que junto al resto tuvieron que cumplir las normas establecidas en el campo de exterminio. Este señor nació el 27 de julio de 1891, entrando el día y mes de la fecha indicada y al que le adjudicaron el número de matricula 4028. Este republicano de la actual comarca Campiña Sur, falleció en Mauthausen a los 14 meses de estar sufriendo y aguantando todo tipo de vejaciones. El documento nos indica, que murió el día 14 de octubre de 1941.[1]
El camino de la estación de trenes hasta el campo fue un martirio para muchos. Ya en el andén, aprendían por primera vez el estilo de formación que gustaba obsesivamente a sus guardianes: en fila de a cinco. Así entre golpes, gritos y ladridos comenzaba el recorrido a pie de cinco kilómetros, que les debía conducir desde la estación hasta el recinto del campo. Había que ir formado de a cinco y en cada lado, estarían los soldados alemanes con el fusil dispuesto para disparar.
Los prisioneros tendrían que atravesar, en estas condiciones, el centro del pueblo de Mauthausen. Cuando dejaban a tras las últimas viviendas, el camino se adentraba en un terreno arbolado. Los focos de un vehículo alemán iluminaban ese empinado sendero por el que tenían que transitar casi corriendo. El suelo estaba helado, motivo por el cual las caídas se producían. Los SS los hacían levantar a puntapiés. Si alguno ya no podía avanzar más, le daban un tiro y el resto a seguir la marcha. Pasaban por encima de los caídos como podían, intentando no pisarlos, pero a veces era imposible.
Los cadáveres eran cargados en el camión que cerraba la marcha. Aunque la muerte ya lo impregnaba todo, la sed era más fuerte que el miedo y los prisioneros aprovechaban cualquier despiste de sus guardianes para recoger un puñado de nieve y llevárselo con ansia a la boca. El miedo era enorme. Tenían tanto miedo, que nadie se quería situar en los extremos de la formación, para así tratar de protegerse de los perros y de los golpes de los soldados alemanes. Los extremeños y el resto de hombres españoles de este convoy de los 927, estaban a punto de entrar en un lugar que sufrirían enormemente.
Otro vecino de Azuaga que salió de Angulema rumbo a destino desconocido, fue Rafael Rico Gala, este señor nació el día 12 de mayo de 1900, entrando en Mauthausen a los 40 años de edad. Como al resto le dieron un número de matrícula, tocándole al extremeño el 3978, este azuagueño falleció el día 9 de noviembre de 1941.[2]
Los peores presagios se confirmaron para estos hombres cuando vieron delante ellos unos muros enormes. Cruzaron una gran puerta de piedra coronada por un águila imperial con las alas desplegadas, portando entre sus patas una cruz gamada. Les hicieron formar. Tras una espera que podía durar minutos o varias horas, uno de los comandantes acompañado por un intérprete les daba la bienvenida. Ese papel le solía corresponder al capitán Georg Bachmayer, el verdadero número dos del campo.[3] El contenido del discurso era enteramente amenazador, diciéndoles: <<vosotros que habéis entrado por esa puerta, solo podréis salir del campo por aquella salida>>, mientras señalaba con su dedo la chimenea del crematorio. La chimenea expulsaba un humo negro producto de la grasa que quemaba, la poca grasa de los débiles cuerpos de los muertos.
Lo siguiente era quitarse toda la ropa para, completamente desnudos y con sus pertenencias en las manos, pasar por unas mesas donde prisioneros secretarios les tomaban algunos datos personales. Nombres y apellidos, fecha y lugar de nacimiento, nacionalidad y finalmente, el contacto de un familiar cercano para enviarles vuestras cenizas, le solían decir.
Por esta prueba pasó el extremeño Francisco Carmona Casillas, hombre nacido en Villanueva de la Serena el 7 de agosto de 1883, quién entró en Mauthausen con 57 años de edad. Su número de matrícula fue el 3933, su muerte le llegó el día 5 de noviembre de 1941 según los documentos.[4]
Lo mismo le ocurrió a Antonio Martínez Pérez, natural de Fregenal de la Sierra, un señor que nació el 11 de enero de 1888, su número de matrícula fue el 3993, y su muerte la reflejan los documentos que acaeció el día 14 de septiembre de 1941.[5]
Mientras la ropa quedaba almacenada, los prisioneros seguían un metódico recorrido que empezaba en una improvisada barbería. Los afeitaron sin el más mínimo miramiento tanto las cabezas como los genitales. Muchos de ellos aparecían con heridas en sus testas. Los barberos utilizaban las mismas navajas para rasurar, estando estas tan gastadas y usadas que más que cortar arrancaban el pelo de raíz. A continuación, te desinfectaban con una especie de brocha impregnada con un liquido raro. Terminada la purificación corporal, bajaban unas escaleras y los llevaban a las duchas. Solía ser una sala grande donde cabían unas 150 personas, una vez dentro, cerraban la puerta. La primera agua que salía estaba hirviendo, quemándose la mayoría de ellos, inmediatamente llegaba el agua fría, siendo un calculado y ordenado capricho de los SS que controlaban el manejo de las llaves de paso. Finalmente les entregaba unas chanclas con suela de madera, una cuchara, un plato y el uniforme rayado.
Esto mismo recibió Antonio Torrado Balcalegro, de 51 años de edad, natural de Oliva de la Frontera y cuya fecha de nacimiento fue el día 25 de enero de 1889. Su matricula fue la número 3827, y según los documentos, falleció en Mauthausen el día 7 de agosto de 1941.[6]
Otro de los viajeros republicanos que montó en el tren del infierno fue Juan Nieto Cerrato, natural de D. Benito (Badajoz) y cuya fecha de nacimiento fue el 12 de diciembre de 1914, a este señor le dieron como matrícula el número 4115, y cuando contaba con veintiséis años de edad, falleció en el campo de exterminio nazi el día 26 de noviembre de 1941.[7]
En este mismo viaje salido de Angulema, montó y llegó al macabro campo, Teodoro Carretero González, extremeño que nació el día 24 de abril de 1895 en Castañar de Ibor (Cáceres). Su número de matrícula fue el 4046, y su destino final fue el no salir vivo de Mauthausen, ya que falleció el 3 de agosto de 1941.[8]
Otro cacereño que acompañó al resto en el famoso convoy y que fue asesinado por los nazis, fue Simón Carrasco Fernández, natural de Garciaz, quién nació el día 2 de febrero de 1908 y a quién tras su desinfección y entrega de material, le pusieron el número de matrícula 4007, du destino final fue la muerte, la que viene recogida con fecha 19 de diciembre de 1941.[9]
Como venimos observando, los prisioneros recibían un número que sería a partir de ese momento, su única identidad en el campo. Por ello lo llevaban inscrito en una pequeña placa metálica que se colgaban del cuello o de la muñeca. También debían lucirlo en unas estrechas bandas de tela que cosían en la camisa y en el pantalón del uniforme. La numeración de los recién llegados no era correlativa ya que, hasta finales de 1941, los SS reasignaban los números de los muertos a los nuevos prisioneros.
En el sistema represivo nazi, la obsesión por el orden y la catalogación les hizo crear un símbolo para diferenciar a cada grupo de prisioneros. Los judíos portaban en sus uniformes la estrella de David, mientras el resto de los presos lucían un triángulo invertido. Los delincuentes comunes lo llevaban de color verde, los presos políticos rojos, a los homosexuales se les había reservado el rosa, a los gitanos y asociales el negro y a los testigos de Jehová y a los objetores de conciencia el morado. En el interior del triángulo, los prisioneros que no eran de origen alemán llevaban además la letra inicial de su país. La lógica haría pensar que los españoles recibirían el triángulo rojo de prisioneros políticos, como de hecho ocurrió, años más tarde, en el resto de los campos. Ya que a los españoles de la resistencia que llegaron en 1943 a Mauthausen, le pusieron el triangulo rojo con la S de España. Sin embargo, desde el inicio del ingreso en el campo y hasta la fecha indicada, los españoles lucieron un triángulo azul, sobre el que, contradictoriamente, aparecía escrita una S que les definía como spanier, es decir, como apátridas españoles.
Así fueron tratados y así fueron documentados sus números de matrículas, pero no todo fue muerte en los extremeños que salieron de Angulema junto a otros españoles en el convoy de los 927, también vinieron en el mismo, algunos hombres que fueron capaces de aguantar toda la triste realidad que vivieron junto a sus compatriotas, algunos fallecidos.
Alejandro Jiménez Cruz nació en Mérida (Badajoz), el 11 de diciembre de 1898, le dieron al entrar en el campo de exterminio la matrícula número 4065, este emeritense fue liberado el día 5 de mayo de 1945 por las tropas estadounidenses. Lo mismo que le ocurrió a Sixto Dávila Carrillo, natural de la Villar del Pedroso (Cáceres), quién nació el 6 de agosto de 1907 y quién también vino en el tren salido de Angulema. A este señor le dieron el número de matrícula 4069.
Las atrocidades sufridas y contempladas durante los años que estos extremeños estuvieron en su cautiverio, no son el peor recuerdo que conservaron los deportados tras su liberación. Siempre indicaban que el mayor de todos los martirios fue la falta de alimentos.
El menú que recibían los prisioneros no era fruto de una decisión apresurada tomada por el comandante de turno. La explotación laboral y la falta de alimentos, fue la mayor causa de mortalidad entre los españoles. El menú que recibían cada día era: <<patatas con nabos y zanahoria>>. ¡Todos los días igual! Por eso el hambre era peor que el trabajo más duro en la cantera.
Unos días después de su llegada, los prisioneros ya vivían atormentados por la falta de alimento. Según pasaba el tiempo, los ojos se les hundían y les salían edemas en diversas zonas del cuerpo. Cuanto mayor era la degradación física, más se agudizaba el ingenio y más hondo se enterraban los escrúpulos si el objetivo era conseguir un poco de comida extra.
Lo más sencillo y menos peligroso era arrancar hierbas y plantas para añadírselas a la sopa y dotarla de una mayor consistencia. Hubo presos que llegaron a comer las suelas a los muertos a trocitos.[10] La desesperación llegó a tal extremo, que provocó casos de canibalismo.
La dureza del trabajo se agudizaba por la escasez de comida y también por la imposibilidad de descansar durante la noche. El estado de salud de los deportados solo podía definirse como catastrófico.
El campo nazi no tenía espacio para los que no podían trabajar por motivos de agotamiento o enfermedad. Quienes acudían a la enfermería, rara vez vivían para contarlo. Los presos se enfrentaban, por tanto, a otra de las crudas realidades de Mauthausen: estar sano era prácticamente imposible, pero estar enfermo suponía la muerte.
[1] Archivo Histórico Nacional. Monográficos. Deportados a campos nazis.
[2] Ibidem.
[3] Los últimos españoles de Mauthausen: La historia de nuestros deportados, sus verdugos y sus cómplices. Miguel Carlos Hernández.
[4] Archivo Histórico Nacional. Monográficos. Españoles deportados a Mauthausen.
[5] Ibidem.
[6] Ibid.
[7] Ib.
[8] Ib.
[9] Ib.
[10] Antonio García Barón. Testimonio recogido en El precio del paraíso de Manu Leguineche.