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viernes, 4 de enero de 2019




El Caso del Cura Español Parricida y Ladrón


      
   El rostro del cura asesino

Esta es la historia verídica de un sacerdote español natural de Coruña, que a finales del siglo XIX  asesinó a su amante y a su propia hija tenida con la mujer indicada. Los hechos conmocionaron al país. la historia del cura asesino deja sin aliento con solo recordarla. Cuantas circunstancias de perversidad puedan imaginarse concurren en este crimen: premeditación, intenciones de lucro, alevosía, ensañamiento, profanación, cinismo inaudito antes, en y después de su perpetración. Esto contaban del caso los periódicos del momento, entre ello, "Las Dominicales del Libre Pensamiento".


Se llama el presbítero Pedro Castro Rodríguez, es natural de la Coruña y cuenta con cuarenta y cuatro años de edad. Desde su llegada a la Argentina ejerció su profesión, hasta que compromisos de cierto genero contraídos con la joven Dª Rufina Padín, a quién sedujo fingiéndose seglar, le obligaron abjurar del catolicismo, ingresando en la religión anglicana y casándose con la joven. De esta unión nació el 24 de julio de 1878, una niña, a la que pusieron los nombres de Petrona María.


Una vez agotado el dinero y viendo que no podía vivir de forma desahogada, a pesar de que su mujer trabajaba en labores propias de su sexo, se presentó al arzobispo diciéndole que quería volver al catolicismo.


Rehabilitado en su ministerio, fue destinado a la parroquia del Azul, enviando a Buenos Aires a su mujer y su hija. Esta separación, fue más aparente que real, pues Castro visitaba con frecuencia a Rufina y le pasaba cien pesos mensuales; y aún debía enviarle algunas otras sumas, puesto que pudo adquirir una propiedad valuada en 25.000 pesos.


Pasado algún tiempo Castro fue trasladado a Olavarría, parroquia de más utilidad, donde contrató para su servicio doméstico al sacristán, español también, llamado Ernesto Perín. Castro adquirió pronto en su nuevo curato fama de expansivo y jovial, un tanto derrochador y muy mujeriego. Sus prodigalidades y compromisos femeniles le hicieron pensar en volver a España, y escribió a su mujer diciéndole, que vendiera la finca y depositando el importe a nombre de él en el Banco de la provincia, y que luego, acompañada de su hija, fuese a unírsele a Olavarría.


Hecha la venta y depositados los 25.000 pesos que produjo, Dª Rufina se puso en marcha acompañada de la niña Petrona y llegaron a Olavarría. Después de la expansión natural de los primeros momentos se pusieron a cenar, sirviéndoles el sacristán, quién se retiró al poco rato. Con el pretexto de calmar los nervios a Dª Rufina, que se hallaba en el lecho con él, le propinó el cura en una miga de pan una fuerte dosis de sulfato de atropina, que pronto produjo sus efectos; la victima comenzó agitarse en horribles contorsiones y a lanzar algunos gritos. Entonces el cogió un martillo y la remató con dos tremendos golpes.


                                                       Rufina Padin Esposa del asesino


La niña comenzó a llorar y el cura ¡su padre! La oprimió fuertemente en sus brazos, tomó el resto de atropina que quedaba en el frasco, le abrió violentamente la boca, se lo hizo tragar y continuó oprimiéndola contra su pecho hasta que al cabo de tres horas, más bien ahogada que envenenada, exhaló el último suspiro.


Hasta aquí la comisión del crimen horroroso en todos sus detalles como se ha visto; pero hubo algo más horrible aun: el autor permaneció toda la noche cuidando los cadáveres y al día siguiente salió a encargar a un carpintero un ataúd bastante grande porque se trataba de una señora muy gruesa; después acudió al juzgado municipal y pidió una orden de enterramiento para una Dª Indalecia Burgos por encargo de su familia.


Una vez obtenida y teniendo en su poder el féretro, se dispuso a colocar los cadáveres; como sus habitaciones comunicaban con el templo, juzgó más apropósito operar en él y los trasladó arrastrando por el suelo el cuerpo de Rufina. Allí, ante las imágenes de los santos, algunos de ellos alumbrados por velas, envolvió el cadáver de Rufina en una toalla para que no destilara sangre, y lo colocó boca abajo en el ataúd; luego puso en él y en sentido inverso el de su hija y clavó la caja. Terminada su tarea, se retiró a dormir en la misma cama en que asesinó a su mujer y esperó a que los sepultureros fuesen por aquello al día siguiente.


En la traslación de la iglesia al carro fúnebre, alguien notó que el ataúd estaba manchado de sangre. Se lo advirtieron al cura y contestó con el mayor cinismo:


-No es extraño; se trata de una señora muerta a causa de una fiebre puerperal.


Cuando el carro partió, el cura tomó un coche de alquiler y se fue hasta el cementerio por otro camino, presenció a distancia la inhumación y se retiró al caer sobre la fosa número 13 la última palada de tierra. El vecindario no sospechó nada y Castro continuó diciendo misas, oyendo confesiones y dedicándose a todas las tareas propias de su ministerio.


El sacristán, advirtiendo la desaparición de la querida del cura y su hija, (palabras textuales de su declaración), le pidió algunas explicaciones, contestándole el cura con ásperas evasivas; cayó en sospechas, se presentó en La Plata y celebró una entrevista reservada con el jefe de policía.

Hija del cura

Decretado por telégrafo el arresto del cura, llegó después el jefe y le fue preciso emplear cuantos recursos le sugirió su ingenio y su larga práctica para arrancar una confesión rotunda al tonsurado, consiguiéndolo al fin ante la fosa de sus víctimas. Convicto y confeso fue trasladado a la capital costándole gran esfuerzo a la policía tener a raya en todas las estaciones por donde pasaban a la multitud, la que quería invadir el coche en que iba el preso y tomarse la justicia por su mano; tal indignación se había apoderado de todos.


Ya en 1870, según se averiguó en el sumario, intentó el cura Castro envenenar en Buenos aires al doctor Real, amigo y protector suyo, quedando impune el delito por deficiencias judiciales. Entre el legajo de cartas intervenidas por la policía, aparecen epístolas de una Elvira, una Clotilde, una Dominga y otras varias. Una de estas era dueña de un comercio, casada, aunque separada de su marido. El presbítero le aconsejó que liquidase y depositara a su nombre en el Banco de la provincia el producto.


Como disculpa a su crimen, dice Castro que lo cometió en un momento de arrebato producido por la obstinación de su mujer en permanecer al lado suyo, el recuerdo de algunas infidelidades que le atribuye y el temor de que la niña descubriese cuanto había presenciado”.


Castro Rodríguez fue llevado a juicio y condenado a reclusión perpetua. La sentencia la cumplió en el Penal de Sierra Chica, dónde falleció. Su cuerpo lo sepultaron en el cementerio local, pero luego fue exhumado y su cráneo llevado por el doctor Juan B. Aranda para estudiarlo. 


                                                                  Cráneo del cura asesino


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