Beato de Tábara (968-970) y Donación del Cid al Monasterio de Silos (1076)
Pocas biografías medievales habrá tan apasionantes como la
de Rodrigo Díaz de Vivar, más conocido como el Cid Campeador. Afamado en vida,
al poco de morir sus hazañas ya corrían en boca de juglares y los clérigos
componían cuidados versos o redactaban historias latinas para celebrar sus
victorias contra sus enemigos almorávides o los mestureros que rodeaban a
Alfonso VI. En definitiva, el interés por el guerrero castellano no se achicó
con el paso del tiempo sino todo lo contrario.
Sin embargo, mientras que su vida pública pasó a crónicas y
textos literarios, quedaron en el olvido de los archivos eclesiásticos los
documentos que mostraban la actividad cotidiana de Rodrigo Díaz como un hombre
más que seguía las pautas de la sociedad medieval. Buscar estos documentos para
completar la biografía cidiana fue mérito de los historiadores del Renacimiento
y Barroco por lo que hay que citar con admiración los nombres egregios de
Sandoval o Berganza. Así lograron completar el relato cada vez más exaltado de
las grandezas del Cid con la humildad de los textos más prosaicos contenidos en
los pergaminos altomedievales. En ellos Rodrigo Díaz aparece aconsejando a los
reyes Sancho II y Alfonso VI en cuestiones judiciales, actuando como testigo en
donaciones o en eventos de suma importancia para el reino, como la apertura del
arca santa de Oviedo o la traslación de la sede episcopal a Burgos.
Los medievalistas han rescatado una sesentena de referencias
documentales relativas al Cid y a su familia directa. Ahora bien, en casi todas
aparece como actor secundario, como situado en una zona de penumbra. Por eso,
los documentos expedidos por Rodrigo Díaz como emanación de su voluntad son muy
raros. Se cuentan en este reducido grupo la donación que hizo a la Catedral de
Valencia con su suscripción autógrafa junto a la de Jimena, ya viuda, ampliando
los regalos de su difunto marido o la cada día más polémica carta de arras de
la Catedral de Burgos.
Con la misma generosidad que había cubierto al obispo
Jerónimo de Perigord en Valencia lo había atestiguado muchos años antes en el
corazón de Castilla. Estando en San Pedro de Cardeña, monasterio siempre ligado
a la suerte del Cid, regaló al cenobio benedictino de Silos dos villas de su
propiedad. Pequeña cosa si comparamos ambas donaciones, pero es que en 1076
Rodrigo Díaz era uno más de los muchos guerreros hidalgos que rodeaban al rey.
Aún no era el famoso vencedor de mil lances que le reportarían riqueza y
prestigio.
La redacción material del pergamino corrió a cargo de un
monje, Munio, poniendo por escrito la voluntad del matrimonio formado por
Rodrigo Díaz y Jimena de obtener la protección de la Virgen y una muchedumbre
de santos (los apóstoles Pedro y Pablo, los santos Andrés, Martín, Millán y
Felipe). Este acto de sumisión a los designios divinos confiando en la
providencia divina, pero buscando su activación mediante la entrega gratuita de
bienes raíces, era muy común en la Edad Media. Son conocidas como las
donaciones pro remedio animae mea.
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