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lunes, 23 de septiembre de 2019



Los Empaladores de la Conquista Española en América


El empalamiento fue un tipo de castigo que, sin ser desconocido, no parece que se generalizase tanto como otros en los diversos territorios asaltados en el transcurso de la conquista de las Indias. La sensación es que se utilizó especialmente en las conquistas de Nueva Granada, Venezuela y Chile. Contamos con un testimonio inicial de fray Antonio Antonio de Remesal, quien asevera: que en su ataque contra los alzados indios de Cumaná, el capitán Gonzalo de Ocampo atacó el puerto de Maracapaná en venganza por la muerte de algunos padres dominicos en 1521; tras atrapar a diversos indios, mandó ahorcar «a muchos de los presos de las entenas para que de tierra fuesen vistos». De Ocampo ocupó la localidad, donde «prendió y tomó a muchos, castigándolos conforme a orden de justicia, ahorcando a unos y empalando a otros», mientras los supervivientes eran enviados a La Española como esclavos.[1] Hay algunas evidencias de su utilización durante la conquista de Perú. El cronista Cieza de León refiere cómo en 1538 el capitán Francisco de Chaves guerreaba con su hueste en tierras de los conchucos, que atacaban regularmente la zona de Trujillo, «e hicieron la guerra muy temerosa y espantable, porque algunos españoles dicen que se quemaron y empalaron número grande de indios».[2]


Pero, como hemos dicho antes, fue en territorios como Nueva Granada donde los cronistas presentan numerosos testimonios del uso del empalamiento. La tendencia a organizar nuevas expediciones desde las primeras ciudades fundadas en Nueva Granada se mantendría con fuerza durante las décadas de 1540 y 1550. Con dicha política no solo se buscaba el domeñar las poblaciones originarias y controlar sus territorios y las riquezas que hubiese en ellos, sino también asegurar unas vías de comunicación aún primitivas que permitiesen el contacto con las ciudades de la costa atlántica y con las de otros territorios como Popayán. En grupos muy reducidos de milites hispanos, casi siempre menos de un centenar, diversos capitanes fueron operando y fijando a la población autóctona en nuevos asentamientos. La excusa principal para la invasión de sus tierras siempre fue el carácter caníbal de dichos aborígenes. Así, el capitán Hernando Venegas fundó la ciudad de Tocaima (1546) con sesenta hombres. El capitán Hernández Pedroso operó con setenta hombres más allá de dicha zona en 1549, y entró en la provincia de los Palenques.

En la localidad de Ingrina, la fuerte resistencia hallada se tradujo en la muerte de un español. Como explica en su crónica el padre Aguado, Pedroso preparó una celada exitosa y consiguió aprisionar un buen número de aborígenes:

y porque el nombre de los soldados fuese temido o espantable a estos bárbaros y la muerte del español quedase bien vengada, el caudillo, con severidad de rústico, se puso muy despacio a derramar la sangre de los presos [...] Empaló en el propio lugar algunos indios y a otros cortaba las manos, y atándoselas y colgándoselas al pescuezo los enviaba a que llevasen la nueva de su crueldad a las otras gentes que se habían vuelto huyendo, y algunos otros que fueron los más bien librados, se los llevó consigo para que cargasen las municiones y otras cargas necesarias a la jornada que había que llevarse.[3]

El capitán Pedroso, veterano de Perú, era de la opinión, como tantos otros, de que los indios debían ser totalmente derrotados en un primer encuentro, pues de lo contrario podían mantenerse en guerra hasta el último hombre creyendo en la victoria, de ahí que no dudase en aplicar prácticas aterrorizantes. 



 Días más tarde, necesitado de indígenas cargadores y comida, asaltó una nueva localidad con treinta y cinco hombres, la mitad de su gente. Los nativos de aquella localidad cercana a Guacota disponían de unos bohíos en los que podían atrincherarse, cerrando sus puertas con gruesos tablones mediante una trampilla, pudiendo flechar al enemigo desde las troneras practicadas en sus alojamientos. Una vez más, la muerte de un soldado enardeció los ánimos, y ante la dificultad por tomar la localidad bohío a bohío, se les pegó fuego. La masacre sobrecogió a los endurecidos soldados; muchos indios, por escapar del fuego, se ahorcaron en el interior de los bohíos, pero las llamas, lógicamente, no respetaron a nadie y se vio arder «no solo a los guerreadores e indios mayores, y mancebos y muchachos, pero a muchas mujeres de todas suertes, con sus criaturas, niños y niñas pequeños, a los pechos, que difuntos como estaban y socarrados de la candela, parecía estar su sangre pidiendo justicia de la injusticia y crueldad que con ellos se había usado». Pero el caso es que se logró el fin esperado:

«Con la fama de esta severidad y crueldad, cobraron tanto temor y miedo los indios comarcanos, que en muchos días no hubo indio que hiciese resistencia ni se pusiese en defensa».[4]

En 1552, Hernández Pedroso protagonizó una nueva entrada en las provincias de Mariquita, Guasquia y Gualí en busca de minas de oro y acabó fundando la población de San Sebastián. Un conato de revuelta se frenó con el ajusticiamiento de cinco caciques —tres fueron ahorcados y dos empalados—, «con cuyas muertes quedaron tan hostigados y escarmentados los demás que nunca tornaron dende en adelante por mucho tiempo a intentar ningunas novedades». Por otro lado, se trataba de ser comedido y selectivo en los castigos «por no derramar mucha sangre de aquellos indios que pretendían y querían conservar para su servicio».[5]

La conducta hispana en la zona condujo a la rebelión general de 1556 de los indios panches de Mariquita, Ibagué y Tocaima, y, ante el riesgo de que los muiscas se les sumaran, la Real Audiencia comisionó al capitán Asensio de Salinas para terminar con dicha rebelión. Uno de sus oficiales, el capitán Beltrán, no dudó en empalar dos jefes de guerra de la localidad de Samana, una muerte «cierto cruelísima e indigna que por mano española se usase. Y con esto puso nuevo terror y espanto en toda esta gente de Çamana y sus comarcas, y dejándolos como suelen decir de paz», es el dictamen del padre Aguado.[6] 



Las crueldades no terminaron en Nueva Granada con la conclusión de la rebelión iniciada entre los panches en 1556. El capitán Juan Rodríguez Juárez, quien pobló la ciudad de Mérida en 1558, se distinguió por su crueldad, pero el problema no acababa aquí; como muy bien se percató el padre Aguado, en poco tiempo sus oficiales ya habían sido «prevenidos a que fuesen imitadores de su crueldad; porque uno de los mayores defectos que este capitán tenía era ser cruel con los indios, y así no había soldado entre los que en su compañía llevaba que no le imitase por contentarle y aplacerle, porque daba a entender que lo principal de la soldadesca era la crueldad, y así paró en lo que paró, que fue morir muchos indios». Cierta vez que unos indios les estorbaban con el suministro de agua, Rodríguez construyó una pequeña presa en el río con los cuerpos de los aborígenes caídos en combate. En otra ocasión tomaron una población al asalto, y pasaron a cuchillo a todos sus vecinos. El dantesco espectáculo cuando clareó el día solo sirvió para que cada soldado se jactase aún más de su hazaña particular. Uno de sus oficiales probó el filo de su espada cortando sucesivamente los dos brazos de un indígena de un solo tajo. También recurrió al empalamiento el capitán Rodríguez, según señala una vez más horrorizado el padre Aguado.[7] Habitualmente, autores como este último, fray Pedro Simón o Fernández de Piedrahita explican a continuación de todos estos horrores que sus causantes sufrieron el castigo divino de muy diversas maneras, porque solo consignar en su relato los fríos hechos, y ya era todo un mérito, debía parecerles insufrible. Como criticaba el padre Aguado, corregidores y jueces enviados por las audiencias a investigar estos delitos se limitan a cobrar sus salarios, mientras que los propios oidores de las audiencias «muchas veces disimulan con semejantes crueldades, porque del quererlas castigar con rigor no nazcan cosas más escandalosas y peligrosas, por la mucha libertad de que suelen usar los españoles en las Indias».[8]

Tampoco escaparían de la crueldad hispana los indios colimas cuando fueron atacados por un alcalde de la ciudad de Mariquita, don Antonio Toledo, en 1560. Toledo llevó consigo cuarenta soldados hispanos —ochenta hombres, perros y caballos, según Fernández de Piedrahita— y trescientos indios auxiliares. Tras fundar la ciudad de La Palma, don Antonio fue a pleitear con la Real Audiencia por haber poblado una villa sin licencia, mientras sus oficiales procuraban permanecer en el territorio. Los intentos de los colimas por expulsarlos fueron exitosos, de ahí que Toledo hubiese de regresar con otros cincuenta soldados. Uno de los capitanes, Hernández Higuera, comenzó a operar con treinta y tres hombres. En la localidad de Viripi, una treintena de nativos se acercaron a las tropas hispanas al ser requeridos; entonces, el capitán Hernández dio orden de matarlos a sangre fría, «para con este cruel hecho entrar poniendo terror y temor en los demás naturales». En Itoco, después de contactar con un número mayor de aborígenes, se les demandó el envío de alimentos, pero Hernández, con o sin motivo, receló de ellos: cuando regresaron regresaron con varias cargas de leña, las tropas hispanas, advertidas, «los pasaron todos a cuchillo». Como denunciaba el padre Aguado: 


«Señaláronse con sus brazos muchos soldados en este triste espectáculo, que como a su salvo herían, acontecíales cortar el indio por los muslos y alcanzar a otro por las piernas, cortar cabezas, pies y manos de un golpe o revés, cada una cosa de estas con mucha facilidad; y la verdad es que, como los indios estaban desnudos y no tenía el espada, ropa ni otras armas en que embarazarse, que En otra ocasión, el capitán Hernández mandó empalar a un indígena que a través de los intérpretes se atrevió a augurar una guerra a sangre y fuego contra los españoles y su destrucción total. «Pero Hernández, viéndolo estar tan obstinado en su libre hablar, porque los demás indios no creyesen ser todo verdad lo que este indio decía, y porque algunos de ellos daban muestras de tenerle y haber miedo de él, lo mandó empalar metiéndole un agudo palo por el sieso, muerte cruelísima, y que entre cristianos no se debía de usar por no imitar en ella la crueldad de los turcos, que primero la inventaron», dice el padre Aguado.

Poco después, Hernández Higuera murió de un flechazo envenenado. Sus compañeros lo enterraron en secreto, pero su tumba fue hallada por los colimas, quienes continuaron sus ataques con la cabeza de Hernández adornando una de sus lanzas. Solo en 1565 comenzó a declinar la resistencia de los colimas.[9]

En el caso de Venezuela, también en un contexto de rebeliones aborígenes tras la fase inicial de la conquista, se recurrió a tan tremendo método de ajusticiamiento. En 1554 el licenciado Alonso Arias de Villacinda, gobernador de Venezuela, nombró al capitán Diego de Montes para acabar con los sublevados jiraharas de Nueva Segovia. Al mando de cuarenta hombres, Montes fue «[...] ahorcando y empalando en el camino cuantos indios pudo coger de los rebeldes, así por vengar las muertes, que habían hecho en algunos españoles, como por atemorizar el país con el rigor, para que a vista del castigo pudiese tener lugar el escarmiento», explica el cronista José de Oviedo y Baños.[10]

Habiéndose alzado los indios caracas en 1565, el capitán Diego de Losada luchó contra ellos desde 1566. Como solió ocurrir en tantos casos, la traición de un supuesto aliado, el cacique de los teques Anequemocane, acabó con el uso del terror: Losada preparó una emboscada en la que cayeron ocho teques. Al menos en aquella ocasión, una vez fueron muertos, sus cuerpos fueron empalados en el lugar «para escarmiento y terror de los demás», revela Oviedo y Baños. Pero en 1569 la sospecha de que los mariches estaban organizando un levantamiento tomó tal fuerza, aunque nunca se demostró nada concreto, escribe también Oviedo y Baños, que Losada ordenó a los alcaldes ordinarios de Caracas que investigasen judicialmente el asunto. Hallándoseles culpables, veintitrés caciques fueron condenados a muerte y entregados a los indios auxiliares y de servicio para que los ejecutasen como quisiesen —«cuya ejecución corrió por tan cuenta de la crueldad, que parece que en este caso se olvidaron nuestros españoles de las obligaciones de católicos y de los sentimientos humanos»—; aquellos decidieron empalarlos, usando el cronista de toda la capacidad de su pluma para hacer una dramática y terrible descripción:

Y ellos, como bárbaros vengativos y crueles, intentaron un género de muerte tan atroz, que sólo pudiera su brutalidad haberla discurrido, pues metiéndoles por las partes inferiores maderos gruesos, con puntas muy agudas, partiéndoles los intestinos y atravesándoles las entrañas, se los sacaban por el cerebro: martirio que sin mostrar flaqueza alguna en el ánimo, sufrieron con gran valor y tolerancia, clamando al cielo volviese por la inocencia de su causa, pues no había dado motivo la sinceridad de su proceder para pasar por el tormento de suplicio tan horrible. 



Como suele ocurrir en estos casos en muchos cronistas, a una crueldad injustificada le sigue el castigo de sus promotores: Losada, muy criticado por el reparto que hizo de las encomiendas, fue depuesto de su cargo por el gobernador Ponce de León, quien atendió algunas críticas contra él; regresado a sus posesiones de Tocuyo, al poco murió Losada despechado. El mismo final que, pocos meses más tarde, tuvo el propio gobernador, muerto de disentería.[11]

Todavía en 1577, el capitán Garci-González de Silva fue comisionado para castigar a los indios caribes, famosos caníbales, que, en la zona del Orinoco, molestaban los contornos de la ciudad de Valencia. Con treinta caballos y nativos auxiliares de su confianza, De Silva atacó con ferocidad a los caribes en vista de sus fechorías y logró atrapar veintiséis prisioneros a los que mandó empalar para escarmiento de los demás.[12]

En Chile la dureza de la guerra contra los indios reches llevó a un uso recurrente del empalamiento.[13] Ya en su expedición al territorio de 1535-1537, Diego de Almagro lo puso en práctica: en la provincia de Chihuana, después de sufrir los robos de algunos soldados, los caciques de la zona se levantaron en armas, y el adelantado Almagro, tras ponerlos en fuga, pero sin derrotarlos, ordenó empalar a la vista de todo el ejército a algunos indios prisioneros.[14] A pesar de este precedente, el cronista Jerónimo de Vivar otorga a los aborígenes del valle de Copiapó el dudoso mérito de haber comenzado a empalar a sus enemigos —en un momento dado de su crónica habla de cadáveres de españoles hechos cuartos y empalados, y en otra ocasión de españoles empalados—.[15] También Pedro Mariño de Lobera planteó un panorama terrible de las crueldades de los indios alzados en su ataque a la ciudad de La Serena en 1548: 


Habiendo pasado la noche en que hicieron este estrago y llegando el día que lo descubrió claramente, juntaron los bárbaros algunos españoles que habían tomado vivos y los niños pequeñitos con sus madres y las demás mujeres y a todos los despedazaron rabiosamente con grandísima crueldad, como si fueran tigres o leones. A las criaturas las mataban dando con ellas en la pared; a las madres, con otros tormentos más intensos, y a los hombres, empalándolos vivos, y era tan desaforada su saña, que porque no quedase rastro de los cristianos mataban con extraordinario modo a los perros, gatos, gallinas y semejantes animales que habían metido los cristianos en el reino; finalmente, hasta las camas en que dormían las quemaron todas haciendo pedazos la yacija, y luego pusieron fuego por todas partes a la ciudad, y no pararon hasta que no quedó rastro della.[16]

A partir de entonces, los diversos cronistas comienzan a explicitar los, según ellos, necesarios castigos aterrorizantes por hacer frente a un enemigo tan difícil y resuelto. En 1558 el gobernador García Hurtado de Mendoza lanzó su campaña contra el sublevado cacique Caupolicán en los valles de Arauco y Tucapel, y cuando el guerrero indio fue tomado prisionero, según el testimonio de Jerónimo de Vivar, fue empalado; según Mariño de Lobera se le ajustició «para poner temor a todo el reino», pero no da más detalles. Góngora Marmolejo, tampoco. Jerónimo de Quiroga no solo habla del empalamiento, sino que treinta indígenas flecheros dispararon sus saetas tres veces a su cuerpo, no dejando parte alguna sin herida. «Y yo admiré de oír que otros capitanes a quienes conocí cuando vine a este ejército habían repetido, imitando otros muchos, semejantes modos de empalar vivos a los indios prisioneros, no uno a uno, sino en grande número». El resultado, por cierto, no fue el esperado, sino que los indios se retiraron «llenos de ira, y mortal rabia, prometiendo vengarse eternamente». Además, previamente otros doce caciques fueron atados a la boca de las artillerías y despedazados tras el consiguiente disparo. El padre Rosales es quien asegura que, tras convertirse al cristianismo, a Caupolicán se le dio garrote y luego los nativos aliados le dispararon algunas flechas al corazón.[17] 



En 1577 y 1578, el gobernador Rodrigo de Quiroga, que había recibido refuerzos de Perú, ordenó a sus capitanes incrementar las operaciones más allá del río Biobío contra los indios alzados con el propósito de acabar con su resistencia. Uno de dichos capitanes, Juan Álvarez de Luna, operaba con noventa hombres en el valle de Llangague, donde les iba destruyendo «las haciendas y empalando a los que topaban descuidados», señala Mariño de Lobera. Otro capitán, Gaspar Viera, que defendía el entorno de Villarrica en 1579, «no dudó en empalar a algunos de los indios prisioneros que hizo para escarmiento». El caso es que cronistas como Mariño de Lobera se decantan a menudo por dejar de especificar el método de ajusticiamiento, que sustituyen por la fórmula «terribles castigos» que, creemos, reservan para métodos especialmente crueles como el empalamiento; por ejemplo, de nuevo el capitán Álvarez de Luna, en su defensa de Villarrica en 1580, tras causarle al contrario ochocientas bajas, «no contento con esto el maestre de campo [Juan Álvarez de Luna] procedió adelante corriendo la tierra y haciendo terribles castigos en toda ella hasta haber pasado el río grande del Pasaje». En otra ocasión, el capitán Juan de Matienzo rechazó un ataque en la provincia de Ranco; tras perseguir la partida agresora, «cogió algunos de ellos en quien hizo ejemplares castigos».[18] Después, los cronistas dejan de mencionar este tipo de castigo tan sumamente terrible. 



[1] Antonio de Remesal. Historia de la Provincia de San Vicente de Chiapa y Guatemala. (1964, I: pag. 174-175). 

[2] Cieza de León. Crónicas del Peru. (2005: 221).

[3] Aguado (1956-1957, I: lib. VIII, caps. II-IV).

[4] Ibidem.

[5] Aguado (1956-1957, I: lib. VIII, cap. XIII).

[6] Aguado (1956-1957, I: lib. X, caps. I-VII). Sobre la rebelión de 1556, Friede (1963: 71-87).

[7] Aguado (1956-1957, I: lib. XI, caps. VII-VIII).

[8] Aguado (1956-1957, I: lib. XIII, cap. VIII y lib. XIV, cap. IX).

[9] Aguado (1956-1957, I: lib. XV, caps. I-XVI). Véase también Fernández de Piedrahita (1881, I: lib. XII, cap. VII).

[10] Oviedo y Baños (2004: 165).

[11] Oviedo y Baños (2004: 279-334). Sobre Losada y sus capitanes, véase Vázquez de Espinosa (1992, I: 164-168).

[12] Oviedo y Baños (2004: 393-395).

[13] Sobre el término reche, preferible al de araucano o mapuche, véase Boccara (1996: 659-695).

[14] Mariño de Lobera (1960, I: cap. II).

[15] Vivar (1966: cap. LXXXIV).

[16] Mariño de Lobera (1960, I: cap. XVII).

[17] Vivar (1966: cap. CXXXVI). Mariño de Lobera (1960, II: cap. XI). Góngora Marmolejo (1960: caps. XXVII-XXVIII). Quiroga (1979: 148-158). Rosales (1877, II: 82-85).

[18] Mariño de Lobera (1960, III: caps. VI-XXI.)



jueves, 12 de septiembre de 2019



El conde de Montecristo de Badajoz 


Se sitúa claro está en España y para ser más exactos, en el reinado de Fernando VII, el de la ley sálica, nieto de Carlos III y biznieto de Felipe V.

En la época de la reina María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV, era costumbre tener un confesor personal y este se llamaba fray Juan de Almaraz.

Su verdadero nombre era Juan Francisco Tomás León y nació en Badajoz en 1767. Así que se supone, que conocía a Godoy, que también era de allí, y que este lo hubiera encumbrado hasta ese importante cargo de la Corte. Perteneció a la orden de los Agustinos. Su partida de nacimiento dice así:

En la ciudad de Badajoz, a 24 días del mes de febrero de mil setecientos sesenta y siete, yo d. Juan Rodríguez Romero, cura teniente del sagrario de esta Santa Iglesia Catedral, bautice y puse los Santos Oleos, a Juan Francisco Tomas León, que nació el veinte de este dicho mes, hijo de Juan de Almaraz, difunto, y de María Toribia Falcato, naturales de esta ciudad. Fue su madrina Ana Falcato […] Fueron testigos Félix Almaraz, su abuelo paterno y José Falcato su abuelo materno.[1]


Carlos III era consciente de las limitaciones intelectuales de Carlos IV, y no dudaba en decírselo. Un día que estaban comentando la preparación de su boda, Carlos III le recordó la posibilidad que todo hombre tiene de sufrir alguna infidelidad.

Carlos IV le dijo muy seguro de sí mismo “Pienso que los reyes están libres de las preocupaciones que tienen el resto de los maridos porque sus esposas no les pueden engañar con otras, ya que una reina no tiene otro rey cerca más que su esposo”.

Carlos III no pudo aguantarse ante la simpleza del razonamiento de su hijo y le respondió “Carlos, Carlos, que tonto eres, las princesas también pueden ser putas, hijo mío”[2]

Carlos IV contrajo matrimonio con su prima hermana, María Luisa de Parma. Tuvo veinticuatro embarazos, pero solo tuvieron catorce hijos llegando a la adultez solo seis de ellos. 

       María Luisa de Parma 

María Luisa de Parma era muy intrigante y carecía de toda discreción. Dominaba completamente al Rey, al que logró mantener apartado de la vida política, mientras ella asumía los asuntos de Estado por medio del válido Manuel Godoy.

María Luisa de Parma mantenía una relación amorosa con Godoy desde antes de la muerte de Carlos III. Ella utilizó toda su influencia para hacer de Godoy el hombre más poderoso de la Corte.

la dinastía de los Borbones se extinguió en España el 20 de enero de 1819, fecha del fallecimiento de Carlos IV en Roma.

Las páginas secretas de nuestra historia esconden una trama que podría sepultar la vigencia de Los Borbones en la Corona. Un sacerdote que confesaba a la Reina María Luisa de Parma, madre de Fernando VII, escuchó su última confesión en la que aseguraba que sus hijos no eran del Rey Carlos IV. Pero un emisario del Estado que escuchaba escondido la confesión de la Reina orquestó que se encerrara al sacerdote para siempre y así proteger a la Corona.

No es historia-ficción sino Historia real, con mayúscula. De haberla conocido, lo cual fue posible pues aconteció en vida de él, habría inspirado tal vez al príncipe de las letras Alejandro Dumas su celebérrima obra «El conde de Montecristo».

Entre los papeles privados de fray Juan de Almaraz, confesor de la reina María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV y madre, al menos oficial, de Fernando VII, localicé un increíble documento en el Registro del Ministerio de Justicia. Antes de nada, leí una inquietante palabra en el sobre lacrado: «Reservadísimo». Justo debajo, con la misma caligrafía, se indicaba: «Reservado a mi confesor si muero sin ella –sin confesión–, nadie lo podrá abrir ni ver más que el confesor».[3]

Pero yo abrí, trémulo el sobre y quedé pasmado al leer esta asombrosa revelación: «Como confesor que he sido de la Reyna Madre de España (q. e. p. d.) Doña María Luisa de Borbón. Juro imberbum sacerdotis, cómo en su última confesión que hizo el 2 de enero de 1819 dijo: que ninguno, ninguno –se repite en el original– de sus hijos y [sic] hijas, ninguno –de los catorce que tuvo– era del legítimo Matrimonio; y así, que la Dinastía Borbón de España era concluida, lo que declaraba por cierto para descanso de su Alma, y que el Señor la perdonase.


                                                                         Documento
Lo que no manifiesto por tanto Amor que tengo a mi Rey el Señor Don Fernando 7º por quien tanto he padecido con su difunta Madre. Si muero sin confesión, se le entregará a mi Confesor cerrado como está, para descanso de mi Alma. Por todo lo dicho pongo de testigo a mi Redentor Jesús para que me perdone mi omisión. Roma, 8 de enero de 1819. Firmado Juan de Almaraz».

Si lo que el sacerdote sostenía era cierto, los Borbones de España no estaban en condiciones de exigir sangres absolutamente puras a sus herederos al trono en el momento de desposarse.

Cuando juzgué concluida mi tarea y tras localizar la increíble confesión manuscrita del sacerdote, volví a toparme con otro documento inédito, no menos sobrecogedor: una carta secreta del gobernador de Peñíscola, echada en la localidad castellonense, el 13 de febrero de 1834, la carta del principal mandatario de Peñíscola produce aún hoy escalofríos al leerla. 

                                                                   Castillo de Peñiscola
«Reo de alta traición»
Dice así: «El gobernador de aquella Plaza, dice que al tomar posesión del Gobierno de la misma –Peñíscola– ha encontrado en un encierro al sacerdote D. Juan de Almaraz, que fue conducido a ella a consecuencia de una Real Orden de que acompaña copia, expedida por este Ministerio en 21 [de] octubre de 1827, en la cual se califica de reo de alta traición al referido Almaraz y se encargaba fuese incomunicado vigorosamente y vigilado bajo la responsabilidad personal del gobernador, y como desde aquella fecha no haya podido alcanzar aquel desgraciado ningún alivio en su dura prisión, a pesar de los beneficios decretos dictados por el magnánimo corazón de V. M. en bien de todos los españoles, cree su deber hacer presente: que la conducta observada en la prisión por este reo ha sido la correspondiente a su respetable carácter que su edad de 67 años, sus enfermedades dimanadas de su senectud y sus padecimientos de seis años y medio de encierro sin comunicación, le hacen inepto para el mal como para el bien: y que todo lo que puede formar la felicidad de este respetable anciano es que V. M., tendiéndole su mano, beneficie para que no muera en su encierro, le permita volver a Extremadura, su patria, y acabar sus días en el seno de su familia».

                                                       Mazmorras castillo de Peñiscola
El máximo funcionario de la prisión quedó horrorizado al abrir la mazmorra y contemplar a un anciano de largos y enmarañados cabellos y barba blanca crecida hasta la cintura, que se le arrojó sollozando a sus pies. Aquel espectro viviente dijo ser el fraile Juan de Almaraz, incapaz ya casi de articular palabra tras su larga incomunicación. 

                                                              Fernando VII
Muerto Fernando VII en 1833, le sucedió como regente su cuarta esposa, María Cristina de Borbón, reina gobernadora durante la minoría de edad de su hija Isabel II. Al régimen absolutista sucedió así el régimen liberal, una de cuyas medidas fue la concesión de una amnistía para delitos políticos mediante el decreto de 16 de enero de 1834. 

                                                                  Reina María Cristina
La reina María Cristina otorgó finalmente el perdón al inocente fray Juan de Almaraz, a quien sólo se había condenado en virtud de la sentencia dictada y ejecutada por el poder absoluto de un rey.




[1] José María Zavala. Bastardos y Borbones. Plaza y Jane. Book Google.


[2] Juan Manuel González Cremona. Amantes de los Reyes de España. Planeta, pg. 101.


[3] Archivo General de Justicia. Nº 46

jueves, 29 de agosto de 2019


Extremeños en tren del terror


El 20 de agosto de 1940, un tren con 927 refugiados españoles-entre ellos algunos extremeños-, salía de la estación de Angulema en la región francesa de la Charente. Las tropas alemanas de Hitler acababan de dividir Francia en dos, y los refugiados creían que los llevaban a la zona no ocupada. Pero pronto se dieron cuenta de que iban hacia el norte. Cuatro días más tarde, llegaron al pueblo de Mauthausen. No les sonaba de nada el nombre de un campo de concentración que, en unos años, sería uno de los símbolos del holocausto y el exterminio. En aquel lugar se produjo una dramática separación: los soldados alemanes obligaron a apearse a los hombres, a partir de los 14 años de edad, sin importarle que se trataran de ancianos o niños. Era el inicio de la tragedia. 

Según el testimonio de algunos supervivientes, cuentan del famoso convoy: que las mujeres y los niños gritaban y lloraban mientras los hombres intentaban, sin demasiado éxito, aparentar una falsa tranquilidad. Con empujones, alaridos y algún que otro golpe, los soldados de la Wehrmacht les había obligado a subir a unos rústicos vagones de madera destinados al transporte de tropas y animales. El suelo estaba cubierto de paja y el único mobiliario del vagón era un bidón metálico abandonado en un rincón. 



Apretados sudorosos y con una visión limitada por la escasa luz que se filtraba a través de las rendijas de la pared del vagón, todos se preguntaban cual sería el destino de ese viaje no deseado. La inquietud era permanente entre los adultos, pero repuntaban en los frecuentes momentos en que algunos de ellos, supuestamente informado por la ubicación del sol, afirmaba conocer la dirección exacta que seguía el tren. La mayoría entendía que el destino final era el regreso a España, mientras que otros sentenciaban, que eran llevados hacia el norte. Pasaron por varias estaciones y el tren no paraba. Había necesidades fisiológicas que realizar. Rápidamente entendieron la ubicación del bidón metálico en el rincón del vagón. A la vista de todos, tenían que hacer allí sus necesidades. Según pasaban las horas, el olor y el calor del mes de agosto, generaba un ambiente irrespirable. 

El tren estuvo detenido varias horas porque las autoridades alemanas no sabían que hacer con parte de los pasajeros. El campo de Mauthausen no estaba preparado para recibir mujeres y niños. Por eso, la larga espera en aquella vía muerta, solo pudo obedecer al tiempo que los oficiales del campo necesitaron para consultar con sus superiores y estos, a su vez, con el régimen de Franco. No existe constancia documental de que se consultara con las autoridades franquistas, pero lo cierto es, que se decidió que las mujeres y los pequeños fueran enviados hacia España. Los hombres y los niños mayores de 14 años fueron obligados a bajar de los vagones e internados en el campo. Es muy improbable que los alemanes tomaran esta decisión, que incluía el traslado a España de una parte de los pasajeros sin hablarlo previamente con sus aliados y amigos españoles. 

El 1 de septiembre las mujeres y los niños del convoy de Angulema entraron en España por la frontera de Irún y fueron interrogados por la policía franquista que les recibieron como verdaderos criminales. Las mujeres tenían que presentarse todas las semanas en el cuartel de la Guardia Civil. Pero aún peor fue el destino de los que se apearon en Mauthausen. 

Los bajados observaban con asombro toda la situación represiva que se estaba formando a su alrededor. Los extremeños como el resto, estaban abrumados y aterrorizados por las formas y maneras que les trataban. La entrada al infierno de estos personajes acababa de comenzar. 



Uno de los extremeños que fueron en el convoy de los 927, fue Vicente Burgos Prida, natural de Azuaga, un adulto de 49 años de edad que junto al resto tuvieron que cumplir las normas establecidas en el campo de exterminio. Este señor nació el 27 de julio de 1891, entrando el día y mes de la fecha indicada y al que le adjudicaron el número de matricula 4028. Este republicano de la actual comarca Campiña Sur, falleció en Mauthausen a los 14 meses de estar sufriendo y aguantando todo tipo de vejaciones. El documento nos indica, que murió el día 14 de octubre de 1941.[1]

El camino de la estación de trenes hasta el campo fue un martirio para muchos. Ya en el andén, aprendían por primera vez el estilo de formación que gustaba obsesivamente a sus guardianes: en fila de a cinco. Así entre golpes, gritos y ladridos comenzaba el recorrido a pie de cinco kilómetros, que les debía conducir desde la estación hasta el recinto del campo. Había que ir formado de a cinco y en cada lado, estarían los soldados alemanes con el fusil dispuesto para disparar. 

Los prisioneros tendrían que atravesar, en estas condiciones, el centro del pueblo de Mauthausen. Cuando dejaban a tras las últimas viviendas, el camino se adentraba en un terreno arbolado. Los focos de un vehículo alemán iluminaban ese empinado sendero por el que tenían que transitar casi corriendo. El suelo estaba helado, motivo por el cual las caídas se producían. Los SS los hacían levantar a puntapiés. Si alguno ya no podía avanzar más, le daban un tiro y el resto a seguir la marcha. Pasaban por encima de los caídos como podían, intentando no pisarlos, pero a veces era imposible. 

Los cadáveres eran cargados en el camión que cerraba la marcha. Aunque la muerte ya lo impregnaba todo, la sed era más fuerte que el miedo y los prisioneros aprovechaban cualquier despiste de sus guardianes para recoger un puñado de nieve y llevárselo con ansia a la boca. El miedo era enorme. Tenían tanto miedo, que nadie se quería situar en los extremos de la formación, para así tratar de protegerse de los perros y de los golpes de los soldados alemanes. Los extremeños y el resto de hombres españoles de este convoy de los 927, estaban a punto de entrar en un lugar que sufrirían enormemente. 



Otro vecino de Azuaga que salió de Angulema rumbo a destino desconocido, fue Rafael Rico Gala, este señor nació el día 12 de mayo de 1900, entrando en Mauthausen a los 40 años de edad. Como al resto le dieron un número de matrícula, tocándole al extremeño el 3978, este azuagueño falleció el día 9 de noviembre de 1941.[2]

Los peores presagios se confirmaron para estos hombres cuando vieron delante ellos unos muros enormes. Cruzaron una gran puerta de piedra coronada por un águila imperial con las alas desplegadas, portando entre sus patas una cruz gamada. Les hicieron formar. Tras una espera que podía durar minutos o varias horas, uno de los comandantes acompañado por un intérprete les daba la bienvenida. Ese papel le solía corresponder al capitán Georg Bachmayer, el verdadero número dos del campo.[3] El contenido del discurso era enteramente amenazador, diciéndoles: <<vosotros que habéis entrado por esa puerta, solo podréis salir del campo por aquella salida>>, mientras señalaba con su dedo la chimenea del crematorio. La chimenea expulsaba un humo negro producto de la grasa que quemaba, la poca grasa de los débiles cuerpos de los muertos. 

Lo siguiente era quitarse toda la ropa para, completamente desnudos y con sus pertenencias en las manos, pasar por unas mesas donde prisioneros secretarios les tomaban algunos datos personales. Nombres y apellidos, fecha y lugar de nacimiento, nacionalidad y finalmente, el contacto de un familiar cercano para enviarles vuestras cenizas, le solían decir. 

Por esta prueba pasó el extremeño Francisco Carmona Casillas, hombre nacido en Villanueva de la Serena el 7 de agosto de 1883, quién entró en Mauthausen con 57 años de edad. Su número de matrícula fue el 3933, su muerte le llegó el día 5 de noviembre de 1941 según los documentos.[4]

Lo mismo le ocurrió a Antonio Martínez Pérez, natural de Fregenal de la Sierra, un señor que nació el 11 de enero de 1888, su número de matrícula fue el 3993, y su muerte la reflejan los documentos que acaeció el día 14 de septiembre de 1941.[5]

Mientras la ropa quedaba almacenada, los prisioneros seguían un metódico recorrido que empezaba en una improvisada barbería. Los afeitaron sin el más mínimo miramiento tanto las cabezas como los genitales. Muchos de ellos aparecían con heridas en sus testas. Los barberos utilizaban las mismas navajas para rasurar, estando estas tan gastadas y usadas que más que cortar arrancaban el pelo de raíz. A continuación, te desinfectaban con una especie de brocha impregnada con un liquido raro. Terminada la purificación corporal, bajaban unas escaleras y los llevaban a las duchas. Solía ser una sala grande donde cabían unas 150 personas, una vez dentro, cerraban la puerta. La primera agua que salía estaba hirviendo, quemándose la mayoría de ellos, inmediatamente llegaba el agua fría, siendo un calculado y ordenado capricho de los SS que controlaban el manejo de las llaves de paso. Finalmente les entregaba unas chanclas con suela de madera, una cuchara, un plato y el uniforme rayado. 



Esto mismo recibió Antonio Torrado Balcalegro, de 51 años de edad, natural de Oliva de la Frontera y cuya fecha de nacimiento fue el día 25 de enero de 1889. Su matricula fue la número 3827, y según los documentos, falleció en Mauthausen el día 7 de agosto de 1941.[6]

Otro de los viajeros republicanos que montó en el tren del infierno fue Juan Nieto Cerrato, natural de D. Benito (Badajoz) y cuya fecha de nacimiento fue el 12 de diciembre de 1914, a este señor le dieron como matrícula el número 4115, y cuando contaba con veintiséis años de edad, falleció en el campo de exterminio nazi el día 26 de noviembre de 1941.[7]

En este mismo viaje salido de Angulema, montó y llegó al macabro campo, Teodoro Carretero González, extremeño que nació el día 24 de abril de 1895 en Castañar de Ibor (Cáceres). Su número de matrícula fue el 4046, y su destino final fue el no salir vivo de Mauthausen, ya que falleció el 3 de agosto de 1941.[8]

Otro cacereño que acompañó al resto en el famoso convoy y que fue asesinado por los nazis, fue Simón Carrasco Fernández, natural de Garciaz, quién nació el día 2 de febrero de 1908 y a quién tras su desinfección y entrega de material, le pusieron el número de matrícula 4007, du destino final fue la muerte, la que viene recogida con fecha 19 de diciembre de 1941.[9]

Como venimos observando, los prisioneros recibían un número que sería a partir de ese momento, su única identidad en el campo. Por ello lo llevaban inscrito en una pequeña placa metálica que se colgaban del cuello o de la muñeca. También debían lucirlo en unas estrechas bandas de tela que cosían en la camisa y en el pantalón del uniforme. La numeración de los recién llegados no era correlativa ya que, hasta finales de 1941, los SS reasignaban los números de los muertos a los nuevos prisioneros. 



En el sistema represivo nazi, la obsesión por el orden y la catalogación les hizo crear un símbolo para diferenciar a cada grupo de prisioneros. Los judíos portaban en sus uniformes la estrella de David, mientras el resto de los presos lucían un triángulo invertido. Los delincuentes comunes lo llevaban de color verde, los presos políticos rojos, a los homosexuales se les había reservado el rosa, a los gitanos y asociales el negro y a los testigos de Jehová y a los objetores de conciencia el morado. En el interior del triángulo, los prisioneros que no eran de origen alemán llevaban además la letra inicial de su país. La lógica haría pensar que los españoles recibirían el triángulo rojo de prisioneros políticos, como de hecho ocurrió, años más tarde, en el resto de los campos. Ya que a los españoles de la resistencia que llegaron en 1943 a Mauthausen, le pusieron el triangulo rojo con la S de España. Sin embargo, desde el inicio del ingreso en el campo y hasta la fecha indicada, los españoles lucieron un triángulo azul, sobre el que, contradictoriamente, aparecía escrita una S que les definía como spanier, es decir, como apátridas españoles. 

Así fueron tratados y así fueron documentados sus números de matrículas, pero no todo fue muerte en los extremeños que salieron de Angulema junto a otros españoles en el convoy de los 927, también vinieron en el mismo, algunos hombres que fueron capaces de aguantar toda la triste realidad que vivieron junto a sus compatriotas, algunos fallecidos. 

Alejandro Jiménez Cruz nació en Mérida (Badajoz), el 11 de diciembre de 1898, le dieron al entrar en el campo de exterminio la matrícula número 4065, este emeritense fue liberado el día 5 de mayo de 1945 por las tropas estadounidenses. Lo mismo que le ocurrió a Sixto Dávila Carrillo, natural de la Villar del Pedroso (Cáceres), quién nació el 6 de agosto de 1907 y quién también vino en el tren salido de Angulema. A este señor le dieron el número de matrícula 4069. 

Las atrocidades sufridas y contempladas durante los años que estos extremeños estuvieron en su cautiverio, no son el peor recuerdo que conservaron los deportados tras su liberación. Siempre indicaban que el mayor de todos los martirios fue la falta de alimentos. 

El menú que recibían los prisioneros no era fruto de una decisión apresurada tomada por el comandante de turno. La explotación laboral y la falta de alimentos, fue la mayor causa de mortalidad entre los españoles. El menú que recibían cada día era: <<patatas con nabos y zanahoria>>. ¡Todos los días igual! Por eso el hambre era peor que el trabajo más duro en la cantera. 

Unos días después de su llegada, los prisioneros ya vivían atormentados por la falta de alimento. Según pasaba el tiempo, los ojos se les hundían y les salían edemas en diversas zonas del cuerpo. Cuanto mayor era la degradación física, más se agudizaba el ingenio y más hondo se enterraban los escrúpulos si el objetivo era conseguir un poco de comida extra. 

Lo más sencillo y menos peligroso era arrancar hierbas y plantas para añadírselas a la sopa y dotarla de una mayor consistencia. Hubo presos que llegaron a comer las suelas a los muertos a trocitos.[10] La desesperación llegó a tal extremo, que provocó casos de canibalismo. 

La dureza del trabajo se agudizaba por la escasez de comida y también por la imposibilidad de descansar durante la noche. El estado de salud de los deportados solo podía definirse como catastrófico. 


El campo nazi no tenía espacio para los que no podían trabajar por motivos de agotamiento o enfermedad. Quienes acudían a la enfermería, rara vez vivían para contarlo. Los presos se enfrentaban, por tanto, a otra de las crudas realidades de Mauthausen: estar sano era prácticamente imposible, pero estar enfermo suponía la muerte. 

[1] Archivo Histórico Nacional. Monográficos. Deportados a campos nazis. 


[2] Ibidem. 

[3] Los últimos españoles de Mauthausen: La historia de nuestros deportados, sus verdugos y sus cómplices. Miguel Carlos Hernández. 

[4] Archivo Histórico Nacional. Monográficos. Españoles deportados a Mauthausen. 


[5] Ibidem. 


[6] Ibid. 


[7] Ib. 


[8] Ib. 


[9] Ib. 


[10] Antonio García Barón. Testimonio recogido en El precio del paraíso de Manu Leguineche.

domingo, 25 de agosto de 2019




Los primeros extremeños en el infierno de Mauthausen






Los primeros extremeños que pisarán Mauthausen serán seis hombres que se encontraban detenidos en el stalag o prisión VII-A de Moosburg en Alemania. Con fecha 6 de agosto de 1940, llegarán un total de 398 españoles de diferentes territorios, y entre ellos, nuestros siguientes protagonistas.

Con 38 años de edad pisa Mauthausen Antonio Vera Expósito, natural de Azuaga (Badajoz), a quién en la prisión Moosburg le habían dado el número de prisionero 40703. Al llegar al campo austriaco, le van a dar el número de matrícula 3377, este extremeño duró un año y dos meses en el campo del infierno, ya que falleció el 31 de octubre de 1941.[1]

Junto a nuestro anterior prisionero llegó en el mismo tren venido de Moosburg, su paisano Juan Chavero Zapata, un joven de 23 años, vecino de Azuaga, y al que le pusieron en Mauthausen el número de matrícula 3277.[2] Este joven extremeño, supo campear la situación en lugar tan terrible para la vida, y gritar con puño en alto el agradecido canto en favor de su liberación. Su experiencia le marcaría de por vida. Su lucha en favor de que se conociese lo ocurrido en el campo de exterminio, sería un reto permanente como en el resto de liberados españoles.

Este extremeño fue testigo de los crueles castigos recibidos por parte de los hombres de la SS y de la muerte de miles de compatriotas en tan siniestros e inicuos espacios; aunque la superficie más mortífera era el subcampo de Gusen.


Mauthausen era la central administrativa de todos los comandos exteriores repartidos por Austria. Estaba situado a 5 km. de Mauthausen y los españoles participaron en el inicio en su construcción. Las condiciones higiénicas eran malas y las laborales aun peores que en Mauthausen. Ser transferido a Gusen era como una pena de muerte, seleccionando para ello, a los más debilitados para ello. Fue probablemente aquí, donde se hicieron los primeros ensayos del tristemente célebre Ciklon B, y donde utilizaron el camión fantasma para gasear con monóxido de carbono a los hombres que transferían desde el campo principal hasta Gusen.

En las mismas fechas que nuestro anterior protagonista, 6 de agosto de 1940, vino en el mismo tren salido de Moosburg, un joven de veintidós años natural de Fuente de Cantos. Este extremeño llamado Javier González Muñoz, nació el nueve de noviembre de 1918 y le pusieron el número de prisionero en Moosburg 65044. Una vez que entró en Mauthausen, le dieron el número de matrícula 3540 y al año y dos meses de sufrir un amargo calvario, falleció el día 18 de octubre de 1941.[3]

Lo mismo le ocurrió a otro extremeño venido en el mismo medio de locomoción e igual fecha, natural como nuestro anterior mártir de la libertad de Fuente de Cantos. El nombre de este torturado y sacrificado héroe, era el de Rafael Real Santos, teniendo 35 años de edad cuando fue deportado a Mauthausen. En el Stalang le pusieron el número de prisionero 40526 y al llegar al campo del terror, le dieron como número de matrícula 3192. El último destino de este inmolado extremeño, fue el morir asesinado por el fascismo nazi el día 25 de enero de 1942. Duro su estancia en tan cruento e inhumano predio, un año y cinco meses.[4]

Para poder sobrevivir en este campo y siempre según lo aportado por personajes liberados, ayudaban tres cosas, tener un oficio, hablar el alemán y tener suerte. Los comandos de Gusen destacaron por la brutalidad de sus capos y por la excavación de la galería subterránea que se llevó miles de vida. Los hombres ya seleccionados en Mahuthausen, por estar más débiles, eran explotados hasta el agotamiento físico y el desmoronamiento psíquico. Cuando llegaron a Gusen y vieron lo que era el campo, muchos pensarían que Mauthausen era un paraíso. Gusen era la muerte inexorable del hombre, era la desolación; aparte de los malos tratos, estaba lleno de pulgas piojos y la sarna era la reina.



Otro extremeño que dio con sus carnes en tan fatídico y ominoso lugar, fue un joven de veintidós años, natural de Castuera y que al igual que los anteriores hombres del pijama a rayas, entro junto a ellos el 6 de agosto de 1940. Mientras estuvo en la prisión de Moosburg, llevo como prisionero el número 65050, al entrar en Mauthausen, se le dio el número de matrícula 3312.

Este joven que nació un veinticinco de febrero del año 1918, llevaba por nombre Jerónimo López Fernández, falleció el día once de enero de 1942, durando escasamente un año y cinco meses.[5]

Estos extremeños, como otros que conoceremos en este trabajo, conocieron, que los moribundos o inválidos del campo, durante la tarde noche, eran transportados sobre mantas en una macabra y fúnebre procesión.

Estos muertos eran colocados en los emplazamientos, que cada bloque de presos, tenía la costumbre de ocupar durante la revista en la plaza de Mauthausen, extendidos en líneas detrás del personal formado. Así surgió la expresión que circulaba entre los españoles recientemente llegados a Gusen, ¡aquí hasta los muertos desfilan![6]


Julio Mesonero García, fue otro de esos extremeños que supo soportar, quizás con suerte, la presión sicológica y el esfuerzo bajo las porras de los capos polacos y la SS. Nació el 11 de septiembre del año 1916, en la población de Cáceres. Al igual que el resto, salió el día 6 de agosto de 1940 desde la prisión de Moosburg (Alemania), cuando contaba con 24 años de edad. Su matrícula fue la 3472, soportó bien las penalidades y adversidades y eso le llevó, quizás también por un buen oficio que desempeñaba, el poder ser liberado el 5 de mayo de 1945.[7] El tiempo que estuvo en el campo de exterminio, le sirvió para traerse insertado en su retina, los acontecimientos desarrollados por los orcos del averno de Adolf Hitler.


Una de las diferencias entre Mauthausen y Gusen eran los capos. En Gusen eran casi todos polacos, profundamente católicos. Ellos no querían a los españoles porque decían: que los españoles habían matado a muchos curas. Los capos eran, al igual que en Mauthausen, unos asesinos natos, teniendo muy claro cual tenía que ser su labor dictaminada por los dirigentes nazis para poder salvar sus vidas, <<eliminar a los rojos españoles>>.

Este era el panorama al que se tenían que enfrentar los recién llegados: peores condiciones de vida y salubridad, capos y SS aun más despiadados. Para los extremeños como para el resto de españoles, existían dos lugares especialmente temidos: la famosa cantera de la muerte y el pozo, un enorme agujero en el que construían un enorme molino destinado a machacar las piedras. Los deportados que habían sido cogidos para el pozo salían de las filas, escapándose en un intento supremo de salvar su vida. Después de ser perseguido por un enjambre de capos y salvajemente golpeados por estos, quedaban muchos de ellos tendidos por tierra, para ser más tarde eliminados en el interior del campo.


Agotados y en muchos casos gravemente heridos, los prisioneros de Gusen salían para enfrentarse a doce horas de trabajo. Los más afortunados trabajaban en la construcción del campo, que, como ocurría en Mauthausen, fue levantado por los propios internos. El trabajo era agotador: había piedras que no se podían levantar ni con tres personas. Lo mejor era coger una pala y no dejarla, simulando que trabajabas. La supervivencia dependía de la propia capacidad de dejar pasar las horas haciendo el mínimo esfuerzo. Los SS golpeaban hasta la muerte, aquellos reclusos que portaban piedras demasiados pequeñas. Había capos que se hacían apuestas entre ellos para ver quién era capaz de liquidar más presos en la jornada. Trabajo inhumano, asesinatos, mala alimentación…El coctel que los SS prepararon en Gusen, solo conducía a un terrorífico lugar, el crematorio.



Estos fueron los primeros extremeños que entraron en el campo de Mauthausen el 6 de agosto de 1940, tras ellos vinieron otros con fecha 24 de agosto de 1940 en el famoso convoy de los 927. Esa será nuestra siguiente historia a contar.

[1] Archivo Histórico Nacional. Monográficos. Españoles deportados a campos nazis.


[2] Ibidem.


[3] Ibid.


[4] Ib.


[5] Ib.


[6] Ricardo Rico Palencia. Los recuerdos de un triangulo azul. Españoles bajo el III Reich. Testimonio recogido por Javier Alfaya.


[7] Ib.

miércoles, 21 de agosto de 2019



Creencia y fetichismo en Las Hurdes .

Lo escrito está sacado del Congreso Nacional de Hurdanófilos, celebrado en Plasencia, en los día 14 y 15 de junio del año 1908. Biblioteca Nacional de España. MS. R 758. 259

A poco que me extendiera; tendría materia para un libro, pues las luces de la cultura, al ahuyentarlas de las tierras civilizadas, parece que han ido acorralando las supersticiones en las gargantas y salvajes hondonadas de las Hurdes, como los vientos amontonan las nubes en los agrestes picos de sus peladas montañas.

Las supersticiones jurdanas, aparte de mil consejas de las cuales hablaremos en otra ocasión, se reducen principalmente, a la creencia en duendes, zánganos y brujas.



El duende jurdano no tiene formas determinada, y tan pronto es una mano fría e invisible que en la obscuridad de la alcoba se complace en atormentar a sus perseguidos, contándoles los huesos de la espina dorsal. En otras ocasiones, se convertía en un caballo alado y herrado, que en el silencio de la noche paseaba cargado de horrísonas cadenas por las calles de la alquería. Hay quienes cuentan, que se transforma en negrísimo y descomunal cuervo de temeroso graznido, que se posa en el campanario y revuela noches entera sobre las chozas del caserío. En Ladrillar, hubo una temporada en la cual este malévolo duende tenía asustados y encerrados a los vecinos en sus casas desde el obscurecer hasta el amanecer, hasta que un señor cura los convenció, de que el duende había muerto a sus manos. Hay quien asegura haber visto al duende en forma humana.

Un cabrero velaba su rebaño cierta clarísima noche de Julio en las cumbres de La Gineta, le entró ganas de fumar un cigarro y al ir a encenderlo, se encontró sin mecha, mustio y desconsolado, con el apagado cigarro en la boca, tendió la vista hacia el río que a los pies de la montaña corría, y ¡oh asombró! Vio a un duende descomunal y gigantesco que, en forma humana, vestido de levita y chistera, descendía del Arroceño y caminaba rio abajo con un larguísimo puro encendido en la boca, y era tal la estatura del duende, que mojándose sus pies en el agua del rio, la copa de su sombrero repasaba los nevados picos de la Gineta y el Capallar. Mas el cabrero no se asustó; porque, como él decía, quien viste de levita y chistera, aunque sea duende, por necesidad ha de ser persona decente; y con la mayor naturalidad del mundo, le pidió lumbre para el cigarro. ¡Toma! le dijo el duende, y sin necesidad de empinarse, le tendió el puro. Lo cogió el cabrero con ambas manos, encendió el cigarro, devolvió su puro al duende, y este siguió su camino hasta perderse por la parte de Nuñomoral, mientras que el jurdano, se fumó el cigarro tan campante.



Los zánganos son las brujas del sexo masculino. Estos abundan poco, ya son muy raros los hombres tenidos por zánganos en las Hurdes; todo lo que más abajo diré de las brujas, a los zánganos es aplicable y por tanto empecemos con las brujas.

Estas son muy comunes y rara es la alquería en la cual no haya una, dos y aún más mujeres tildadas de brujas por sus convecinos. Algunas de estas brujas traspasan los límites de su caserío y se hacen famosas en todo el concejo.

La bruja jurdana es muy parecida a las demás brujas peninsulares; envenenan las aguas, hace mal de ojo a los niños, embruja a los hombres y a los animales, seca los pechos de las mujeres paridas, etc. etc. No sale por la chimenea montada en una escoba, por la sencilla razón, de que en las Hurdes no hay chimeneas... y las escobas son muy raras. Pero tienen sus reuniones nocturnas, en las que cantan y bailan al son de un pandero tocado por el zángano más viejo de la comparsa. Estas pobres mujeres pasan una vida de perros. Si los jurdanos no les niegan la sal y el fuego es por el temor que tienen a sus maleficios; pero este temor que infunden a sus paisanos, no las libra, en algunas ocasiones, de sendas palizas propinadas por jurdanos animosos y valientes, que valiente ha de ser el que se atreva con estas señoras.




No ha muchos años una pobre mujer, bruja famosa en el concejo de Casares, tuvo que expatriarse porque sus convecinos se ensañaron en buscarle el cuerpo y molerlo a estacazos.

Todas las desgracias que ocurrían en la comarca eran malos quereres de la tía... no recuerdo el nombre, pero lo he oído más de una vez. Y los perjudicados no se andaban con chiquitas; asaltaban la casucha de la pobre viuda y le ponían el cuerpo como alheña. Hasta que optó por abandonar los patrios lares para no morir a manos de sus convecinos.


No siempre las brujas son conocidas como tales, y por casualidad, hay alguna alquería en la cual la opinión pública no señala a ninguna mujer como bruja; pero en esa alquería, a un jurdano se le muere el pilo, a otro le dan calenturas, al de más allá se le perniquiebra una cabra, etc. etc.; pues no hay duda, alguna bruja oculta anda en el ajo; y entonces, para descubrirla acuden un medio infalible: si el Sr. cura al terminar la misa deja, por olvido, abierto el misal, la mujer que sea bruja y esté en la iglesia, no podrá moverse de su sitio hasta que cierren el misal. Mas como el Sr. Cura rara vez se olvida de cerrar el misal y no todas las mujeres van a misa, de ahí que no logren su intento, pero el medio es infalible.


Para terminar, diré algo de los amuletos que emplean para preservarse de los maleficios brujeriles: Poco diré, porque este artículo va pareciendo la deuda pública según lo que crece. Los principales son: La sarta de la leche, piedrezuela blanca que cuelgan al cuello las mujeres a las cuales, lactando un niño, se les ha retirado la leche.

la sarta de las calenturas, piedrecita negra que tiene la virtud de cortar las calenturas. Estas sartas son un tesoro para sus poseedores, quienes las prestan a no bajo precio, y son aveces, causa de graves disgustos entre los herederos del afortunado dueño de la sarta.







Pero el más famoso de todos los amuletos son los testículos de zorro. Quien lleve consigo unos testículos de zorro conveniente mente preparados y encerrados en una bolsita de lienzo, puede hacer frente a todos los duendes, zánganos y brujas del universo. Este amuleto ha llegado a venderse al precio de 10, 12 y 15 duros. Las estafas a que este y los anteriores amuletos pueden dar y han dado ocasión, no son para contadas.



Se sirven también del aceite de la lámpara del Santísimo, no robada sino cambiada, y con anuencia del Sr. Cura, que se ve obligado a transigir algo con sus feligreses en materia de brujas. También usan el agua bendita, de la que hacen un consumo inmenso, y las ropas de la iglesia. Existen noticias de sacerdotes, que se habían quejado amargamente, de los destrozos que hacen en las ropas sagradas las bárbaras tijeras de sus supersticiosas feligresas.