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miércoles, 27 de febrero de 2019




Abogados de Mérida Condenados por la Inquisición de Llerena 




Alonso Rodríguez fue un vecino nacido y criado en Mérida, que de joven se inició en el estudio de las leyes para ser un buen jurista, pero que la Inquisición de Llerena en 1571, truncó su vida a los 48 años de edad por abrazar el judaísmo. 

Conocedor del mundo del derecho de la época, este emeritense prefirió seguir la línea en pensamiento de sus antepasados, llegando a convertirse en todo un maestro de la ley judía, un rabino o dogmatizador clandestino, que mantenía con ilusión y entrega desde el sigilo y el secreto, la llama de la espiritualidad judía en la ciudad romana de Trajano. Algunos miembros clandestinos de la comunidad mosaica de la ciudad, fueron detenidos por la Inquisición de Llerena, y eso supuso para nuestro protagonista y otros muchos emeritenses que abrazaban la ley de Moisés, fuesen apresados ante las acusaciones, qué bajo tortura, hicieron algunos conversos de judíos de Mérida. Al pronunciar su nombre, el notario del Santo Oficio anotaba la identificación del acusado y el Inquisidor ordenaba a los familiares del Santo Oficio o policía al servicio de la Inquisición de la ciudad, que procediesen inmediatamente a su detención. 

Detenido nuestro jurista y puesto inicialmente en las cárceles reales de Mérida, a los pocos días se le trasladaría a Llerena para ser encarcelado en las cárceles secretas del Santo Oficio. Una vez allí y cuando la Inquisición lo considerase oportuno, se comenzaría el juicio contra el denunciado por su presunta implicación como apóstol y discípulo de la ley herética judaica. 

La Inquisición tendría todo su arsenal de preguntas preparado y su equipo presto y dispuesto para iniciar la sumaria contra Alonso Rodríguez y sus implicaciones en ritos y ceremonias sefardíes. Pero dejemos que sea el propio documento el que no lleve y nos enseñe, que fue lo que ocurrió en ese juicio contra este ciudadano emeritense cuyo único pecado cometido fue pensar de forma diferente. 

Alonso Rodríguez 

“Bachiller, jurista, vecino y natural de la ciudad de Mérida, de 48 años de edad, de generación de judíos, fue preso la primera vez por abril del año 1571 con información de cuatro testigos, los cuales dicen, haber tenido trato y comunicación con él reo. Le acusan de haber sido “dogmatista” de la dicha ley de los judíos y haber hecho con ellos obras y ceremonias de la dicha ley. Estuvo negativo, hizo defensas que no le relevaron, se le dio tormento sobre lo testificado con ocho vueltas de cordel en los brazos, cesando la diligencia porque no quería hablar ni responder y se había como muerto en él potro. Otro día se continuó con el tormento y echado en el potro, se le apretaron tres garrotes en las espinillas y se volvió hacer como el muerto no queriendo hablar ni responder como si no sintiera el tormento. Fue votado en consulta a que saliese al auto, abjurase de vehementi y desterrado de la villa de Llerena y ciudad de Mérida por seis años, y que fuese suspendido del oficio de abogado por seis meses, siendo ejecutada esta sentencia en el auto que se celebró el 14 de junio del año pasado de 1573. 

Después de esto fue preso por segunda vez por marzo de 1575 con información que le sobrevino de cuatro testigos, tres de ellos de haber tenido trato y comunicación con dicho reo de los mismos delitos. Estuvo negativo, hizo defensas que no pareció relevarle, y siendo vista la causa en consulta fue votado a que fuese relajado (quemado en la hoguera), pero que antes se le diese tormento in capud alienum, y visto por Vuestra Señoría mandó, que se le diese el tormento. Se comenzó la diligencia y habiéndosele dado una vuelta de cordel en los brazos no quiso hablar ni responder como si no lo sintiera, aunque se le dieron y apretaron otras dos vueltas más para despertarle, siempre estuvo como amortecido. 

Vista la causa en consulta, se votó a que salga al auto con sambenito sin aspas (como otras veces se hace con los que están mal testificados), donde abjure de vehementi, sirva en las galeras de su Majestad al remo y sin sueldo por seis años, sea suspendido del oficio de abogado por diez años y desterrado de todo el distrito de la Inquisición perpetuamente y en seiscientos ducados para gastos del Santo Oficio.”[1]

Tremendo los sufrimientos físicos y sicológicos que el abogado emeritense Alonso Rodríguez tuvo que sufrir a manos de la Inquisición de Llerena, como terrible sería los acontecimientos que tendría que vivir a posteriori como galeote en las galeras reales de Felipe II. Este monarca, al igual que otros reyes españoles, permutaban la pena en la hoguera por castigo en las galeras reales, cuando tenía la necesidad de remeros o forzudos para sus flotas. 


La condena a galeras era un penoso y terrible castigo. Esta represión se ejecutaba dentro del barco, lugar al que el reo era condenado a remar durante todo el tiempo de la pena impuesta. Era una pena desconocida para la Inquisición medieval, concebida para el nuevo Tribunal por el propio rey Fernando, que de ese modo halló una fuente de mano de obra barata, sin tener que recurrir a la esclavitud. Este castigo era quizás el más temido aparte de la hoguera, de todos los que imponía la Inquisición española. 

La condena a galeras comenzó a aplicarse con cierta frecuencia a partir de mediados del siglo XVI, para cubrir la creciente demanda de los buques reales. Las galeras constituían una forma económica de pena: la Inquisición se veía libre del deber de mantener a los penitentes en sus prisiones y el estado ahorraba en igual cantidad el gasto que suponía contratar remeros. 

El Tribunal de Llerena sentencia con esta pena a cientos de ciudadanos de su jurisdicción. Los reos que iban a galeras se les llamaban galeotes. Había remeros mercenarios, pero la profesión era poco apetecible y para llenar los huecos se recurría a los remeros forzosos y sin sueldo. Casi siempre reos condenados de la Inquisición o de la justicia civil. 

Una vez llegados a las galeras, los galeotes eran encadenados a sus bancos. En los mismos remaban, comían, dormían y hacían sus necesidades, ya que ni para eso se les desligaban de sus bancos. Dormían como podían, recostados en sus asientos, completamente a la intemperie, tanto en el invierno como en el verano. Comían poca carne, pan sin levadura, dos platos de habas al día y dos litros de agua, y cada quince días el barbero les rapaba el cabello y la barba. No es extraño que el ambiente por la falta de higiene de los reos en la galera fuese insoportable para los oficiales. Los mismos tenían un perfumista que rociaba continuamente el aire con aromas de esencias, pero era prácticamente imposible eliminar el hedor. 

La vida de los reos en las galeras era una de las más duras que jamás ha existido. No tenían derecho a ser respetados, y en cierta manera, se les consideraba esclavos de la corona. Ya desde la llegada a las galeras, estos tenían que soportar todo tipo de vejaciones y maltratos por parte de sus vigilantes y otros mandos completamente corruptos, que intentaban aprovecharse de la desgracia de los reos traficando con su comida, vestidos y su dinero.



La dureza en que trabajaban era tormentosa. La baja borda de la galera facilitaba la constante circulación de agua por la cubierta, por cuyo motivo los condenados tenían los pies completamente inundados. La humedad, el frío, el sol, la sal, la mala alimentación, las torturas, iban mermando la vida de los remeros, los cuales sobrevivían una media de dos años. Los fallecidos eran lanzados por la borda para evitar la peste en las galeras. 

Como nuestro anterior protagonista fueron varias las personas de Mérida que fueron como galeotes a bordo de estas cárceles flotantes donde reinaba la violencia. Fortísima tortura física y mental que sufrirían en sus carnes éstos condenados. Existía a bordo una forma de apaleamiento muy cruel para los reos que necesitaba la orden de un capitán o del mayor, todo un ritual con su verdugo y sus espectadores. Así era como se practicaba este salvaje martirio. 

Se hace despojar desnudo de la cintura para arriba al desdichado que debe recibirlo, le hacen poner el vientre sobre la crujía de la galera con las piernas colgando en su banco, y sus brazos en el banco opuesto. Le hacen sujetar las piernas por dos forzados, los brazos por otros dos y la espalda en alto al descubierto, el verdugo está detrás de él y golpea con una cuerda al forzudo, a veces los forzudos eran otros condenados, moriscos, judaizantes y bígamos, para animarlos a golpear con todas sus fuerzas con una gruesa cuerda la espalda del pobre reo. Este forzudo está también desnudo y sin camisa, y como sabe que no habría miramiento para él si tuviera o sintiera piedad por el pobre desdichado al que se castiga con tanta crueldad, aplica sus golpes con todas sus fuerzas, de manera que cada porrazo que da hace una contusión que se hincha como un pulgar. Rara vez, los que son condenados a sufrir tal suplicio, pueden soportar de diez a doce golpes sin perder la voz y el movimiento. Eso no impide que se siga golpeando este pobre cuerpo sin que grite ni se mueva, hasta el número de golpes a los que está condenado por el mayor. Veinte o treinta golpes no son más que por las menudencias, pero a veces se daban cincuenta y hasta ochenta golpes no reponiéndose el reo del castigo recibido. Inmediatamente el barbero o frater de la galera, va a frotarle la espalda con un vinagre fuerte y sal para hacer recuperar la sensibilidad al cuerpo del desdichado, sobre todo para impedir que la gangrena se produzca. Así era este apaleamiento en las galeras descrito por Jean Martelhe en su memorial de un galeote. 

A mediados del siglo XVIII, el Santo Oficio al igual que el Estado dejan de usar la pena de galera. 

No fue este reo el único abogado condenado por la Inquisición de Llerena por las mismas circunstancias que nuestro anterior personaje, otro jurista natural y vecino de Mérida, fue el licenciado Juan de Granada, a quién el Santo Oficio le abrirá proceso y condena por las mismas razones que su anterior colega de oficio, saliendo ambos en el mismo auto de fe. y en las mismas fechas en que fue condenado en su segunda detención Alonso Rodríguez. 






Juan de Granada. 

“Licenciado jurista, vecino y natural de la ciudad de Mérida, de generación de judíos, fue preso por el mes de junio de 1573, declarando ser de edad de 49 años. Le testificaron cuatro testigos de trato y comunicación de que guardaba la ley de Moisés, estuvo negativo, se le dio tormento sobre lo testificado habiéndosele dado seis vueltas de cordel a los brazos comenzando a confesar. Durante el tormento como fuera del mismo, dijo haber guardado aquella ley y sus ceremonias con intención y creencia de salvarse y enriquecerse en ella, declarando tiempo lugar y personas; después de lo cual y al cabo de nueve o diez meses, revocó sus confesiones y dijo haberlas hecho por temor del tormento. Se le dieron en publicación otros dos testigos que le sobrevinieron y le testificaron de los mismos delitos. El fiscal le acusó de la revocación y le acusa de que debe de ser relajado por hereje judaizante negativo revocante, con confiscación de bienes y que se le diese tormento in capud alienum. Visto el proceso por Vuestra Señoría mandó que en la causa se hiciese justicia, y estando en la cámara del tormento y antes de que se desnudase, asentó en sus confesiones y refirió de memoria lo que tenía confesado. Dijo haber revocado por haberle engañado el diablo, en lo cual se ratificó fuera del tormento, y visto en consulta se votó a que saliese al auto y fuese admitido a reconciliación, con hábito y cárcel perpetua irremisible y le fuesen confiscados sus bienes.”[2]

Como venimos observando, la confiscación de bienes es muy común y así lo será en casi todos los reos que fueron condenados por seguir la ley de Moisés, los seguidores del Corán, bígamos, brujas y otros herejes. Las haciendas de los judaizantes eran muy apetitosas para la Inquisición, ya que éstos solían tener por su buena posición social, varias casas, tierras y otros bienes interesantes para las arcas del Fisco Real y del Santo Oficio. 

Saquen sus propias conclusiones

[1] AHN, Inq, leg, 1988, exp, 12

[2] Ibid. 




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