El Cardenal Richelieu
"El hombre rojo". Así se llamó en el siglo XIX al cardenal de Richelieu. Con ello se hacía referencia no sólo a su púrpura de cardenal, sino también a su fama de gobernante implacable, que no dudó en hacer correr la sangre para castigar a rebeldes y conspiradores. Alexandre Dumas, en Los tres mosqueteros, lo presenta altivo y rencoroso, pensando siempre en enemigos reales o imaginarios, y dueño absoluto de la voluntad del soberano, Luis XIII.
Naturalmente, sería injusto reducir la figura de Richelieu a esta imagen. Ni sus enemigos podían negar su inteligencia y capacidad política y el aire de dignidad que ponía en todas sus acciones. Uno de estos adversarios decía en 1635, tras una audiencia con el cardenal: "Hay que reconocer la verdad, este hombre tiene grandes cualidades, un aire elevado y de gran señor, una facilidad de hablar maravillosa, una mente aguda y ágil, una conducta noble, una habilidad inconcebible para tratar los asuntos, y una gracia en todo lo que hace o dice que encandila a todo el mundo".
Su religiosidad era sincera y exigente, no una simple cobertura de su ambición. A lo largo de su gobierno, de 1624 a 1642, desarrolló una gran obra política, que abarcó múltiples aspectos: reformas judiciales y administrativas, decisivas para la centralización del Estado; desarrollo del comercio exterior; o bien el impulso de la cultura francesa, que culminó con la fundación de la Academia en 1635. Pero su fama de dureza, incluso de crueldad, no fue tampoco una invención de los autores románticos. Prisión, exilios, ejecuciones públicas, revueltas duramente reprimidas, marcaron sus años de gobierno. Para el cardenal, todo ello tenía una justificación: imponer la autoridad suprema del monarca en todo el país, hacer del rey de Francia un soberano de verdad, al que todos sus súbditos debían obedecer. Eran muchos los que en su época deseaban una política de ese tipo, que terminara con decenios de guerras civiles y revueltas crónicas y devolviera a la monarquía su prestigio internacional. Pero los métodos expeditivos de Richelieu crearon un profundo resentimiento e hicieron pensar a muchos que lo único que buscaba el primer ministro era incrementar su poder despótico y satisfacer una desmedida ambición de mando.
Su religiosidad era sincera y exigente, no una simple cobertura de su ambición. A lo largo de su gobierno, de 1624 a 1642, desarrolló una gran obra política, que abarcó múltiples aspectos: reformas judiciales y administrativas, decisivas para la centralización del Estado; desarrollo del comercio exterior; o bien el impulso de la cultura francesa, que culminó con la fundación de la Academia en 1635. Pero su fama de dureza, incluso de crueldad, no fue tampoco una invención de los autores románticos. Prisión, exilios, ejecuciones públicas, revueltas duramente reprimidas, marcaron sus años de gobierno. Para el cardenal, todo ello tenía una justificación: imponer la autoridad suprema del monarca en todo el país, hacer del rey de Francia un soberano de verdad, al que todos sus súbditos debían obedecer. Eran muchos los que en su época deseaban una política de ese tipo, que terminara con decenios de guerras civiles y revueltas crónicas y devolviera a la monarquía su prestigio internacional. Pero los métodos expeditivos de Richelieu crearon un profundo resentimiento e hicieron pensar a muchos que lo único que buscaba el primer ministro era incrementar su poder despótico y satisfacer una desmedida ambición de mando.
Ascenso en la corte
Richelieu procedía de una familia de la nobleza media de Poitou, los Duplessis. Su padre había empezado a prosperar mediante el favor de los reyes, pero murió prematuramente, dejando a su esposa en una situación apurada. Armand no olvidaría nunca las dificultades de su infancia. Su voluntad de ascender en la corte fue para él una forma de dar a su familia el prestigio y la riqueza que creía que les correspondía, igualándola con las casas nobles más encopetadas del reino. Riquezas, títulos y enlaces matrimoniales sirvieron todos a ese objetivo, coronado en 1631 con la obtención del título de "duque-par", el máximo al que podía aspirar. Muchos, claro está, no le perdonaron este ascenso meteórico y no dejaron de recordarle sus orígenes humildes.
En esta voluntad de medrar, su condición eclesiástica, lejos de ser un obstáculo, le allanó el camino. Terminadas las grandes guerras de religión del siglo XVI, en Francia se estaba imponiendo la Contrarreforma, un gran esfuerzo de relanzamiento del catolicismo en todos los órdenes: catecismo, disciplina del clero, órdenes religiosas, conversión de los protestantes... La regencia de María de Médicis, instaurada tras el asesinato de Enrique IVen 1610 y durante la minoría de edad de su hijo Luis XIII, favoreció decididamente esta política.
Nombrado obispo con apenas veinte años, Richelieu se ganó fama de clérigo riguroso y dedicado a sus feligreses, hasta el punto de vivir durante unos años en la pequeña diócesis de Luçon. Pero no por ello olvidó su objetivo último, el ascenso en la corte. La oportunidad le llegó en 1615, cuando pronunció el discurso de clausura de los Estados Generales (equivalente de las Cortes de Castilla o Aragón). Su claridad de ideas, su energía y su porte personal causaron impresión. Poco después la regente le ofreció un cargo en la corte.
Nombrado obispo con apenas veinte años, Richelieu se ganó fama de clérigo riguroso y dedicado a sus feligreses, hasta el punto de vivir durante unos años en la pequeña diócesis de Luçon. Pero no por ello olvidó su objetivo último, el ascenso en la corte. La oportunidad le llegó en 1615, cuando pronunció el discurso de clausura de los Estados Generales (equivalente de las Cortes de Castilla o Aragón). Su claridad de ideas, su energía y su porte personal causaron impresión. Poco después la regente le ofreció un cargo en la corte.
En esa fase inicial Richelieu aparecía como un hombre de la regente, integrado en el partido que apoyaba su política de alianza con el Papado y con España. Frente a él estaba el partido agrupado en torno al soberano, Luis XIII, al que se había declarado mayor de edad en 1615, y que durante largo tiempo vio a Richelieu con mucho recelo. En los siguientes nueve años Richelieu pudo conocer a fondo los entresijos de la política cortesana, sus intrigas y sus vaivenes. Nombrado ministro en 1617 (aunque en función meramente consultiva), dos años después cayó en desgracia junto a su protectora, enfrentada al favorito de turno del joven rey. La experiencia le sirvió a Richelieu para medir las nefastas consecuencias de la lucha de facciones y lo precario del favor real.
Traición a su protectora
Una reconciliación entre el rey y la reina madre permitió su retorno a la corte. Cada vez más influyente, en 1622 fue nombrado cardenal, y dos años después entraba de nuevo en el gobierno, esta vez como ministro efectivo, aunque en un primer momento no era aún la figura dominante. Pero su inteligencia y su energía acabaron ganándole la confianza de Luis XIII, que comprendió que el cardenal era el único que podía garantizarle lo que de verdad le interesaba: la gloria de restablecer la monarquía francesa como potencia hegemónica de Europa. Así se lo demostró la actuación de Richelieu en las primeras grandes crisis internacionales que se presentaron, resueltas de forma favorable a los intereses de Francia: Valtelina, La Rochela, Mantua...
La consagración de su dominio llegó en 1630, en un episodio muy conocido de la historia francesa: la Jornada de los Engaños. La reina madre, viendo que su antiguo servidor se mostraba cada vez más independiente, decidió hacer un último esfuerzo para recuperar la confianza del rey, su hijo. El 10 de noviembre por la mañana, tuvo una entrevista en el palacio del Luxemburgo con Luis, en la que le pidió la destitución de Richelieu. El cardenal, introduciéndose en palacio por un pasillo secreto, hizo irrupción en medio de la entrevista y, viendo el peligro que corría, no dudó en humillarse pidiendo perdón a la reina y dándole seguridades de su fidelidad. El rey, incómodo por la escena, abandonó la sala mientras la reina abrumaba al cardenal con toda clase de improperios.
La consagración de su dominio llegó en 1630, en un episodio muy conocido de la historia francesa: la Jornada de los Engaños. La reina madre, viendo que su antiguo servidor se mostraba cada vez más independiente, decidió hacer un último esfuerzo para recuperar la confianza del rey, su hijo. El 10 de noviembre por la mañana, tuvo una entrevista en el palacio del Luxemburgo con Luis, en la que le pidió la destitución de Richelieu. El cardenal, introduciéndose en palacio por un pasillo secreto, hizo irrupción en medio de la entrevista y, viendo el peligro que corría, no dudó en humillarse pidiendo perdón a la reina y dándole seguridades de su fidelidad. El rey, incómodo por la escena, abandonó la sala mientras la reina abrumaba al cardenal con toda clase de improperios.
Richelieu creyó que había perdido el poder y preparó incluso su retirada, que los embajadores extranjeros daban por segura. Pero unas horas después recibió un aviso del rey para que fuera a visitarlo a Versalles (entonces un simple pabellón de caza). Allí, Luis le ratificó su confianza y ordenó a su madre que se retirara de la corte. María de Médicis había perdido definitivamente la partida, y un año después marcharía al extranjero para no volver a ver a su hijo. Hasta su muerte no dejaría de denunciar la ingratitud de su antiguo protegido.
La rivalidad de María de Médicis no fue la única a la que tuvo que hacer frente Richelieu. Estaba también el hermano pequeño de Luis XIII, Gastón, que se sentía privado por el primer ministro del puesto de privilegio que, en su opinión, le correspondía por nacimiento.Y junto a Gastón estaban los otros grandes aristócratas, "príncipes de la sangre" y grandes señores. Todos ellos estaban acostumbrados a campar a sus anchas por la corte, a comportarse como soberanos en sus propios dominios, y a conspirar y rebelarse cuando les parecía oportuno. Llevaban siglos actuando así. Pero ahora se encontraban con un ministro dispuesto a impedírselo.
La rivalidad de María de Médicis no fue la única a la que tuvo que hacer frente Richelieu. Estaba también el hermano pequeño de Luis XIII, Gastón, que se sentía privado por el primer ministro del puesto de privilegio que, en su opinión, le correspondía por nacimiento.Y junto a Gastón estaban los otros grandes aristócratas, "príncipes de la sangre" y grandes señores. Todos ellos estaban acostumbrados a campar a sus anchas por la corte, a comportarse como soberanos en sus propios dominios, y a conspirar y rebelarse cuando les parecía oportuno. Llevaban siglos actuando así. Pero ahora se encontraban con un ministro dispuesto a impedírselo.
Para Richelieu, la indisciplina y las continuas conjuras y revueltas de la aristocracia contra la monarquía eran la causa del debilitamiento de la monarquía, dentro y fuera de sus fronteras. Había que poner coto a esa situación, recurriendo a todos los medios necesarios. El primer ministro fue lo bastante hábil como para ganarse la fidelidad de algunas de los linajes más importantes del país, como los Condé. Pero frente a los demás decidió aplicar una política de escarmientos y mano dura.
Nobles en el patíbulo
El primer ejemplo de su firmeza llegó en 1626, con el affaire Chalais, una clásica conspiración cortesana motivada por un plan de matrimonio impuesto a Gastón de Orleáns. Una vez descubierta, Richelieu, en vez de echar tierra sobre el asunto, instó a un castigo ejemplar: la ejecución pública de un gentilhombre de familia ilustre, el conde de Chalais, y la prisión de otros implicados, varios de los cuales murieron en la cárcel.
Los jueces comisionados por el cardenal empezaron a aplicar sin contemplaciones la acusación de "lesa majestad", por la que cualquier sublevación contra la autoridad del rey se consideraba como un ataque contra su persona, y por tanto se castigaba con la pena capital. Un año después otro noble de alcurnia, François de Montmorency-Bouteville, fue ejecutado en Paris por haberse batido en duelo en pleno día, desafiando la prohibición contra los duelos que Luis XIII acababa de decretar.
Los jueces comisionados por el cardenal empezaron a aplicar sin contemplaciones la acusación de "lesa majestad", por la que cualquier sublevación contra la autoridad del rey se consideraba como un ataque contra su persona, y por tanto se castigaba con la pena capital. Un año después otro noble de alcurnia, François de Montmorency-Bouteville, fue ejecutado en Paris por haberse batido en duelo en pleno día, desafiando la prohibición contra los duelos que Luis XIII acababa de decretar.
El momento culminante en el enfrentamiento de Richelieu con la alta aristocracia llegó en 1632, con la ejecución delduque de Montmorency. Miembro de una de las familias más antiguas de Francia –a su lado, los Duplessis eran unos advenedizos–, Enrique de Montmorency, que ejercía el cargo de gobernador de Languedoc, se dejó arrastrar en un proyecto de insurrección general contra Richelieuliderado por el hermano del rey, Gastón de Orleáns. La revuelta, apoyada con dinero español, no encontró ningún apoyo en el interior, y Montmorency fue capturado por las tropas del rey tras una escaramuza. Todas las grandes familias del reino suplicaron clemencia al rey y a Richelieu, pero ambos se mostraron inexorables, y Montmorency fue decapitado en Toulouse.
La ejecución de Montmorency vino acompañada de una persecución general contra la nobleza conspiradora. La Bastilla se llenó de presos ilustres, a los que por otra parte se trató bastante bien. Otros nobles emigraron a los países vecinos, sobre todo Flandes e Inglaterra. Los que permanecieron en el país se dolían del clima de miedo imperante, que hacía "que apenas se atreva uno a hablar de su propia miseria en su casa y con su familia", como decía uno de ellos; lo único que se escuchaba eran los elogios oficiales a la política del cardenal. Éste mantenía una red de espías y contaba hasta con interrogadores profesionales, como el temido Laffemas.
No por ello cesaron las conjuras, aunque hacia el final del ministerio de Richelieu los que se mostraban más activos eran no tanto los príncipes y grandes nobles como los gentileshombres que vivían en París, embebidos en la ideología de la Roma clásica y que soñaban con remedar el tiranicidio de Julio Cesar. En 1636 hubo una trama para secuestrar y asesinar al cardenal en Amiens, frustrada en el último momento.
La última conjura
Para entonces Francia estaba en guerra abierta con España, una guerra que se desarrolló inicialmente de forma muy desfavorable para los franceses. Las tropas españolas se internaron en el país hasta conquistar Corbie, al norte de Paris. La capital temió por su suerte durante unas semanas, y las críticas contra la mala dirección de la guerra por Richelieu se redoblaron. En las provincias estallaron sublevaciones de enorme gravedad en protesta por el incremento de los impuestos. En Guyena, en 1637, un ejército rebelde de casi 10.000 hombres puso en jaque a las autoridades durante meses, y dos años después otra rebelión campesina en Normandia hubo de ser reprimida violentamente. Con su característico tesón y sangre fría, Richelieu logró restablecer el orden en el interior y recuperar posiciones en las fronteras.
En 1641 una nueva conspiración nobiliaria, secundada por España, estuvo a punto de lograr su objetivo. La muerte accidental de su cabecilla, el conde de Soissons, volvió a salvar a Richelieu in extremis. Y al año siguiente, apenas unas semanas antes de su muerte, el cardenal desbarató una última conspiración en su contra, tramada esta vez por un joven noble, el marqués de Cinq-Mars, que había tratado de sustituir- lo en la confianza de Luis XIII.
En 1641 una nueva conspiración nobiliaria, secundada por España, estuvo a punto de lograr su objetivo. La muerte accidental de su cabecilla, el conde de Soissons, volvió a salvar a Richelieu in extremis. Y al año siguiente, apenas unas semanas antes de su muerte, el cardenal desbarató una última conspiración en su contra, tramada esta vez por un joven noble, el marqués de Cinq-Mars, que había tratado de sustituir- lo en la confianza de Luis XIII.
Cinq-Mars y uno de sus cómplices, François de Thou, pagaron con la vida su plan. En 1630 el cardenal afirmaba: "no tengo más enemigos que los del Estado". En su opinión, los que le odiaban y tramaban contra él atentaban contra la monarquía, contra el interés supremo del Estado. La historia, en cierto modo, le dio la razón, pues su política prepararía en el interior el terreno para el triunfo del absolutismo bajo Luis XV, el hijo de Luis XIII, e inclinaría la balanza internacional a favor de Francia, frente a una debilitada España. Pero todo ello tuvo un precio, el de una antigua tradición de libertad e independencia que quedó sepultada bajo el imperio de la razón de Estado.
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